Mary Luz Bodineau entrevista a Carlos Rojas

La gran parodia de España: la Españeta

El último libro de Carlos Rojas, en el que confluyen las cuatro grandes corrientes por las que ha discurrido su obra: la del ensayista, la del crítico -de arte y literario-, la del historiador y la del creador, lleva un título que no da cuenta exacta de su contenido: Puñeta, la Españeta (Flor del Viento Ediciones, Barcelona, 2000), que hace pensar en una especie de Celtiberia Show o algo de ese estilo, cuando en realidad contiene dieciséis largas y profundísimas misivas a cuatro jefes de Estado (Juan Carlos I, Francisco Franco, Estanislao Figueras y Alcalá Zamora), cuatro dirigentes (Francesc Maciá, Sabino Arana, Alejandro Lerroux y Pablo Iglesias), cuatro profetas (Mestre de Sant Climent de Taüll, Miguel de Unamuno, Ortega y Gasset y Antonio Machado) y cuatro creadores (Picasso, García Lorca, Dalí y Valle Inclán). Más una conclusión.

El libro, como el autor, se me presentan como únicos, en sus respectivas “modalidades” de obra literaria y de intelectual, en este país, culturalmente cada día más en manos de los grasiosos. Imagino que sobre ambos caerá un merecido silencio. Lo mismo aconteció con La gran parodia , de Juan Ignacio Ferreras , otra obra excepcional de la que sólo La Fiera se ocupó. Un mentís para quienes pregonan que nuestra revista sólo se ocupa de destruir. Lo que en verdad, en verdad, ocurre es que medimos por un listón europeo, occidental, universal, galaxiano y la enanez de los productos editoriales españoles pasa tan por debajo que ni los vemos.

Los críticos literarios españoles, los directores y directoras de los suplementos culturales, los escritores de éxito y los que les siguen en el escalafón, los académicos reales y potenciales sienten pánico ante el pensamiento diferente. El llorado almirante Carrero Blanco tuvo más de doce años sin inaugurar el Museo de Arte Moderno, porque “no quería otro foco de rojos en la Universitaria”. Mentalmente, los enumerados pertenecen a esta escuela. A saber qué piensan de dos -los antes nombrados- de nuestros escritores predilectos. Quizá que son alienígenas y que vienen con malas intenciones. Unos tipos que no hablan del tocino, ni del pichichi de la temporada, ni de ir a la Biblioteca Nacional para follarse a la novia en un retrete ni citan a Cela no pueden ser, para sus mentalidades, buena gente. La Fiera ha propiciado el encuentro de estos dos escritores -tendrían que haber visto ustedes las culebrinas transmigratorias de las ideas pasando de una cabeza a otra, ante el asombro del anfitrión, nuestro venerado Timothy Alexander O'Garthia, que se creía insuperable-, pero es que, como dijo Bush -o quizá fue Gore-, para ganarse el voto de los hispanos: “ La Fiera is different”.

Carlos Rojas, sin ser mirlo ni blanco ni ninguna otra especie de rara avis , viene paseando por este país , desde hace medio siglo, un talento, una preparación, una obra que ya las quisieran, repartidas entre cuatro o cinco individuos, los países aspirantes a ingresar en la Unión Europea de la Cultura. Aquí, donde, con dictadura o democracia, se exalta con fervor la mediocridad debe de aparecer, como apuntaba antes, un extraterrestre. Si resulta, y yo así lo creo, que, como decía Valle Inclán, en España es un delito el talento, temo que don Carlos Rojas, un hombre al que casi acabo de conocer, sea un condenado a muerte in pectore .

Su libro sobre La Españeta es, como La gran parodia de Ferreras, ya citado, algo más que un gran libro para nosotros. Va a pasar a formar parte, al igual que el otro, de la escasa lista de tratados fundamentales de filosofía feroz. Con las debidas licencias ya obtenidas, los conceptos fundamentales que acuñan los repetiremos en las letanías con que acompañamos diariamente maitines, vísperas y completas.

Aprovechando una venida del profesor Rojas -lo es en Emory University, Georgia, USA- a Madrid, intenté entrevistarle, pero ante él, y a pesar de mi fama de fierecilla indomable a este lado de la selva, no pude hablar. Y es que, además, es un guaperas, de mirada penetrante. ( ¡ Que no caiga en manos de Maruja Torres! le pido con toda mi alma a San Peroncio.) Pasada un semana del encuentro en nuestra redacción, le dirigí la

Siguiente carta

Admirado escritor: he estado a punto de escribir “respetado profesor”, quizá porque el inconsciente colectivo (el del CDNE al que represento y cuyos miembros me apoyan en estos momentos mediante ejercicios de control mental; yo sola no me hubiese atrevido a enfrentarme a usted ni espistolarmente) me impulsaba a establecer las debidas distancias. Y es que usted es, permítame que se lo diga, lo que aquí llamamos un portento. Quizá el mayor portento de su generación. Pero ¿es que hay algo que usted no haya leído, don Carlos? Mejor dicho: ¿es que hay algo que usted no haya leído, digerido y asimilado? Luego de lo trabajado hasta ahora en este Centro y de lo por él publicado, expandido y alicatado, es vano aclarar que usted empezó a formar parte de nuestro panteón, desde los inicios, como novelista, como uno de los novelistas que, tras el paréntesis horroroso de la contienda incivil, más hizo en este país -al que, líneas más alante, bautizaremos de nuevo con su inapreciable ayuda- por que nuestra novela se desmarcara de la mugre, la pringue, la berza, la sangre frita y encebollada, el cocido del que ya los del 98 -antigarbanceros y anticastizos como usted y sus amigos, pero no tanto; ustedes ya nacieron con un sitial en la Sociedad de Naciones; es más, fueron los primeros niños prodigios que, en los tristes 40, empezaron a viajar sin sus madres- apostrofaran a su modo, e hicieran -a ustedes vuelvo a referirme- por vocación, sin cálculo, cada uno por su lado, todo lo posible, que fue mucho, por que nuestra literatura convergiera con la de Europa, la del entero Occidente, la del Sistema Solar y, finalmente, la de la Vía Láctea. Pero es que, desde unos años a esta parte, se nos viene encima también, apabullante, su labor ensayística, su trabajo de historiador originalísimo, de filósofo de la historia de España diría yo, terreno en el ha venido a converger -treinta años después de la otra milagrosa convergencia- con otros espabilados miembros de su generación. Cuando pienso que usted es en este país un autor de minorías, mientras se envuelve en incienso, mirra, áloe y otros polvos -dicho sea sin doble intención- a tantas enanas y enanos -desde el sistema, desde la industria cultural, desde los medios que sirven a uno y otra, desde tantas plumillas de columnistas/moralistas, como aquí les llamamos, y de críticos mercenarios, catedráticos de literatura que lo mismo podían haber opositado a secretarios de ayuntamiento, de académicos que dicen de la lengua pero que lo son del culo, es que me pongo negra y parece que me va a dar algo.

No sé si usted se ha parado a pensar, desde su franciscana modestia, don Carlos, en lo que significó, para la literatura, la cultura en general de este país, aquel disperso grupo de escritores que, en los primeros 60, acometió la tarea, por vocación profunda, insisto, no partiendo de una estrategia ni, muchos menos, porque alguien les pagara por hacerlo. Cuatro novelistas, según se ha creído hasta ahora -Bosch, García Viñó, Manuel San Martín y usted, el mismo año -1962- en que el infame traidor José María Castellet firmaba el finiquito a la novela social que él, a sueldo de las fuerzas del mal, había promovido, dejando a sus peones en la cuneta, publican sendas novelas que representan un cambio cualitativo tan radical, no sólo de forma y de contenido, sino de concepción del género, que yo todavía me mareo. Pero ¿ha notado mi reticencia? “Según se ha creído hasta ahora”, he escrito astutamente, refiriéndome a cuanto nos ha enseñado hasta ahora la labor casi en solitario de Manuel García Viñó a partir de su libro Novela Española Actual (1967). Pero es que en este Centro de Documentación se ha trabajado mucho en esa parcela. Dese cuenta de que nacimos impulsados a la lucha contra la nueva berza -la de los Umbral, Gala, Marsé, Vicent, Rosa Montero, Maruja Torres, Almudena Grandes, Clara Sánchez, Benítez Reyes, Juan Manuel de Pradas, Marías, Guelbenzu, Molina Foix y demás inciensados a que antes me refería, que, no por presentarse mezclada con hortalizas transgénicas, y como guarnición de pescadillas comunitarias, filetes de vacas locas o chuletas de ovejas clónicas deja de serlo. Ya en su día, don Manuel, con la ayuda de algunos críticos listos, como Antonio Valencia y Cerezales, aumentó la nómina con Antonio Prieto, Vidal Cadellans, José Tomás Cabot y Alfonso Albalá. Pero es que, más recientemente, esta pía institución en que me paso los días, con la inapreciable ayuda de un antiguo profesor nuestro de sociología, don Juan Francisco Lerena y su libro, aún inédito, Orígenes de la novela metafísica, hemos descubierto, analizado, comprobado y ratificado que al fenómeno de la universalización de la novela española le había pasado como a esos inventos que a la vez realiza un científico aquí, otro allá y uno más acullá. Sí, respetado profesor, admirado escritor, al mismo tiempo que ustedes trabajaban sobre un felpudo made in Taiwan, para no pisar la piel de toro, Juan Ignacio Ferreras trabajaba en la misma dirección en la Sorbona y Antonio Risco en una universidad del midi . Y aún tengo que añadir -ningún nombre de mujer y mucho que me duele- a Juan Goytisolo, tan metafísico y universal como el primero, de la misma generación que los demás, que un tiempo nos desconcertó caminando un trecho del brazo del siniestro Castellet. ¿Cree usted que, para ser del todo justa, debería traer aquí, aunque fuera para situarlos en segunda fila, a José María Castillo Navarro, Claudio Bassols, Miguel Buñuel y algún otro cuya ficha me he dejado en el bolso? Bien, sin más por el momento y esperando que al recibo de la presente se encuentre bien, en unión de los suyos, paso a interrogarle.

Para leer la entrevista completa pulsa aquí (pdf 51 KB)

Arriba