Hace
días, fue elegida miembro de la Real Academia de la Lengua Española la
escritora Soledad Puértolas. Quienes la apadrinaron –y nunca mejor
utilizada la expresión, porque en este asunto “quien tiene padrinos se
bautiza”-- tuvieron que ingeniárselas para encontrar unas razones que
justificaran la entrada de la candidata en el sancta sanctórum de la
lengua. Las ocurrencias imaginadas fueron de tal calibre ridículo que
bien podrían haberse utilizado para entronizar en la misma caverna
lingüística a Corín Tellado o a Marcial Lafuente Estefanía, valga la
redundancia. Al fin y al cabo, ¿qué escritor no se esfuerza en
“construir un mundo literario propio y personal”? Sería divertido que
fuera ajeno e impersonal.
¿Por qué tienen tanto interés vanidoso los escritores por entrar en un
club, si son, por definición, animales oxidados por el más enfermizo de
los individualismos? Todos se divierten citando y parodiando al Groucho
Marx, aquel egocéntrico ilustrado, enemigo de cualquier club que
lo admitiese como socio, pero raro es el homínido semejante que lo
imite. Para mí, fue un mal día cuando descubrí que mi admirado Stendhal
suspiraba por llegar a ser académico. Con cuarenta y un años, escribió:
"Tengo el proyecto, quizás un poco atrevido, de pedir su voto para ser
admitido en la Academia Francesa. Pienso tomarme esa libertad en 1843.
En esa época tendré sesenta años y la Academia ya no contará
probablemente entre sus miembros algunos hombres muy honrados,
estimables y hasta amables pero que, quizás equivocándome, no me
parecen buenos jueces literarios". Sé que por aspirar a académico, y
serlo, no mejora ni empeora la literatura de un escritor, pero, no sé,
prefiero que quienes admiro no se muestren tan estúpidos ante la
vanidad y la chulería institucional y de cualquier signo.
En cambio, existen otros escritores que, en principio, no mueven un
pelo por entrar en dicha institución, y no doblan el espinazo por mucho
que les refroten el nombramiento por los bigotes. Al menos, en primera
instancia. El caso del poeta Hierro fue uno de ellos. Más a tiro no se
lo pudieron poner. Él mismo lo contó: "El que estuvo a punto de
convencerme para que me presentara para académico fue don Joaquín Calvo
Sotelo. Sacó la conversación y yo le hablé de mis pocos méritos para
tan alta casa. Entonces me interrumpió: "Mire, Hierro, si estoy yo,
cualquiera puede estar".
Por supuesto que lo mejor del fragmento es la agria sinceridad de Calvo
Sotelo, cuya inutilidad como académico podría hacerse extensiva a la
cuadrilla que le acompañaba calentando sillones con letras. Y hay que
recordar que, contraviniendo sus primeros escrúpulos, José Hierro
acabaría sucumbiendo al embeleso vanidoso de ser académico, en abril de
1999, aunque no llegase a leer su discurso de ingreso. Un infarto de
miocardio en el 2000 tendría la (in)feliz ocurrencia de
evitárselo. Hierro moriría en diciembre de 2002.
Siendo así, o pareciéndomelo así, me pregunto ¿qué cualidades habrá que
poseer para entrar en ella? La verdad es que antes del nombramiento de
Soledad Puértolas lo sabía o lo intuía, pero, ahora, no sé ni lo uno ni
lo otro. Aunque, si soy sincero, tendré que reconocer que mi
incertidumbre se hizo carne de primera cuando nombraron a Anson,
Cebrián y, más tarde, coronaron el hemiciclo académico Muñoz
Molina, Pérez Reverte, Marías y, ahora, Puértolas.
¿Qué tiene Puértolas como escritora que no posean tantos y tantos
escritores mediocres de este país? La mayoría son mucho mejores que
Puértolas. A la escritora zaragozana sólo la leen sus lectores de culto
y los que lo hacemos para comprobar que, desde su primera novela, no ha
mejorado lo más mínimo. El poder cognitivo de esta escritora es de
nivel cero. ¿Qué ha aportado al conocimiento de la condición humana
como escritora? Nada. Su poder metafórico-lingüístico refleja un
conocimiento y uso del lenguaje respetuoso y sumiso con las leyes más
elementales de la construcción de una frase: sujeto, verbo y predicado.
Todo muy elemental y transparente. Y, finalmente, no aporta ninguna
novedad a la novela española actual, ni elemento original en relación
con la tradición más inmediata. La escritora Marina Mayoral le da sopas
con sapos y sabe de filología mucho más. ¿Y? Nada.
Suerte tienen de verdad estos escritores –Puértolas, y los
anteriormente citados-, que pasan sin problemas la prueba del algodón
académico. Estaría bien recordar que Julio Caro Baroja fue rechazado
inicialmente por considerarse en círculos académicos que su obra era
minoritaria y poco importante. En cambio, Jesús Aguirre, duque de Alba,
sería aceptado sin contrariedad alguna. Era la señal pública de la
mentalidad académica de Antiguo Régimen en cuanto al derecho de la
nobleza a formar parte, por ser tal, de la institución. Ahora, con la
democracia, ser académico parece más que nada cosa de plebeyos y
advenedizos que tienen buena percha donde colgar su aspiración a poseer
dicho título.
Si la Academia es como describía Julio Camba, no se entiende que la
gente suspire por entrar en ella: “la Academia es allí el premio de la
gota, de la arteriosclerosis y de muchas dolencias conservadoras,
producidas, generalmente, por el exceso de ácido úrico (…) ¡Tan solemne
como una reunión de paralíticos en un asilo del Estado!”.
Ya en la supuesta democracia formal, Muñoz Molina aseguraría que la
Academia “es quizá la institución más plural de España. Allí se sientan
juntos Buero Vallejo y Torcuato Luca de Tena, Julián Marías y Emilio
Lledó”. ¡Qué sentido de la pluralidad más conmovedor! El mismo grado de
pluralidad antitética puede ofrecer un mercado de ciudad a cualquier
hora. Y supongo que, después de la muerte de los tres primeros, la
Academia se quedaría huérfana de pluralidad. A no ser que haya sido
sustituida por la del propio Muñoz haciendo cuitas con Marías.
En el año 1995, Pérez Reverte se despepitaba a gusto y con saña contra
la propia Academia: "Lo que reprocho a la Academia es su escaso interés
en acabar con la corrupción del idioma. Toda esa vehemencia que pone en
Cataluña debiera ponerla para acabar con los leísmos y otras infamias.
La Academia lo que ha hecho siempre ha sido consagrar barbaridades a
toro pasado, nunca se ha adelantado. Y en lo de ser académico hay mucha
solemnidad. Parece que escribimos para la posteridad cuando se tiende a
no leer nada. Hay demasiada gente que con quince años nace aburrido,
solemne, pensando en la letra que ocupará en la Academia".
Desde que Pérez ingresó en ese club de los “paralíticos del Estado”
nunca se le oiría a Reverte quejarse de la Academia, achacándole
ineptitud estructural para terminar con la corrupción del verbo.
Elemental. Lo que pondría en evidencia una virtud esencial para
ingresar en la Academia: ponerla durante un tiempo a horcajadas de
asno. Pues los académicos, que ya son viejos, reconocen en estos
bocazas a sus hermanos hipócritas semejantes. Sólo quien critica la
Academia tiene auténtica vocación de ser académico.