Galeristas, editores y totalitarismo cultural

No se trata de una metáfora. Tampoco de un simple paralelismo, más o menos traído por los pelos. Se trata de una obviedad: como ha dicho Juan Ignacio Ferreras, la división de poderes establecida por Montesquieu para la vida política resulta hoy perfectamente aplicable al mundo de la cultura. Seguimos al profesor citado.

En el ámbito de lo político funcionan tres poderes: el legislativo, el ejecutivo y el judicial. Si permanecen separados, marcha bien la cosa pública. Su confusión, en cambio, acarrea la destrucción de la democracia. Y es a lo que iba: en la vida cultural se dan también esos tres poderes y su confusión produce lo que se podría llamar totalitarismo cultural, cuya consecuencia más inmediata es la pérdida de libertad creativa.

Ciñéndonos a dos parcelas en las que se mueve muchísimo dinero, la pintura y la novela, distinguimos claramente los tres poderes y a quienes los ostentan. El legislativo lo ejercen los creadores: pintores y escritores: sus obras son  las normas. El ejecutivo,  los galeristas y los editores, cuya labor se limitaría a dar vigencia, mediante la organización de exposiciones o la edición de libros, a lo que han creado los autores. Finalmente, a la crítica correspondería el papel de juzgar. Hoy día, las cosas no son así, por lo que, si no del todo, sí en buena medida se ha perdido la libertad a la hora de crear.

En buena parte o totalmente, el poder legislativo, esto es, la función de dictar las normas sobre lo que debe hacerse y lo que no, lo ejercen el galerista y el editor; el creador obedece, y el crítico, por venalidad, por sometimiento a las modas que los que no son sino empresarios imponen, o por seguir la corriente que más empuja, no juzgan: se limitan a dar el visto bueno.

Estamos, pues, en tiempos de dictadura galerística y editorial, naturalmente ejercida a través de las grandes firmas, las cuales encarnan un poder absoluto, que deja fuera de circulación a quien exhiba el menor conato de rebeldía. Se trata de una simple, y lógica, traslación a dos parcelas concretas de la cultura de lo que está pasando en la sociedad: dominio de un neoliberalismo económico que conlleva el capitalismo salvaje, el pensamiento único y la globalización: un mundo sin perfiles que, en los campos que hemos tomado como ejemplo, se traduce, como en otros, en falta de personalidad y de autenticidad; a veces, también, en una auténtica degradación. Esta es especialmente visible en la novela, a la que se está haciendo retroceder, no ya a lo decimonónico, sino hasta a lo pregaldosiano. Desde un punto de vista estético, una novela de Antonio Gala es, de hecho, menos vigente que una del padre Coloma, y las de Almudena Grandes o  Muñoz Molina, están  más pasadas que las de El  Caballero Audaz. En pintura, las imposiciones producen efectos diferentes.

Evidentemente, el dictador cultural no tiene que hacer leyes ni decretos. Impone sus criterios indirectamente, creando las condiciones adecuadas. Basta que un editor le diga a un periodista que "este año las que más se han vendido han sido las novelas que tocan el terrorismo o el acoso sexual en el trabajo", para que se produzca, en el seno de esas operaciones de marketing que son los premios literarios, una avalancha de historias con metralletas o con sujetadores desgarrados. Por afán de medro, los aspirantes obedecen al dictador. Si a esto sumamos que los lectores, como los compradores de cuadros, están manipulados, desde los medios, que pertenecen a las mismas grandes empresas, por una publicidad directa o subliminal, el resultado es una total inversión en la escala de valores. En el mejor de los casos, la interferencia  es palpable y los efectos que está produciendo en nuestro país especialmente graves, dada la enorme incultura del pueblo español, que nadie parece tener mucho interés por remediar. El lector español, como el contemplador de pintura es, hoy día, un sujeto absolutamente manipulado por los medios, que, por ejemplo, va a ver dos "en cueros" de Antonio López como si se tratase de los mismísimos Adán y Eva resurrectos. Y ello, no en razón de apetencias espirituales, sino porque la reina ha ido a verlos, porque se ha informado de que han costado una millonada al Estado y porque se ha dicho y repetido que "el gran artista" ha tardado treinta años en diseñarle los colgantes de la entrepierna al varón. Tampoco, pues, libertad en el contemplador.

Isidoro Merino

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