Manuel Rodríguez Rivero, por ejemplo

Todo el mundo parece de acuerdo sobre que la novela española hace años que se precipita por el derrumbadero de la decadencia y se encuentra a un paso de caer en el estercolero. Académicos que no están al servicio de ningún grupo mediático o editorial, como Gregorio Salvador o Zamora Vicente, lo han expresado con contundencia. También muchos críticos, incluso entre los instalados en el sistema, como Conte, García Posada, Sanz Villanueva e Ignacio Echevarría, lo han reconocido. Lo que no dice nadie, salvo los críticos del Círculo de Fuencarral en  La Fiera Literaria, es el nombre de uno siquiera de tantos como han servido para justificar aquel diagnóstico.

También está generalizada la opinión sobre que la culpa la tiene el comercialismo extremo que rige la política editorial, que ha provocado lo que siempre fue una labor cultural se haya convertido en una industria. De las operaciones de marketing de esta industria forman parte principal los llamados “premios literarios” tal como se entienden en España, o sea, no otorgados por una institución cultural independiente a un libro ya editado (como ocurre en Italia, Francia, etc.), sino por el propio editor para premiar uno que va a publicar él, mediando en el festejo en que se arropan la ficción de las votaciones de un jurado formado por escritores, críticos, académicos y profesores a su servicio, no gratuito, claro. Se trata, pues, de una manera nada disimulada de hacer publicidad –mucha publicidad, dada la complicidad de los medios de comunicación públicos y privados- de una obra que, tal como funciona la cosa, “tiene la obligación”  de ser “de interés mayoritario”, esto es, de infraliteratura: un culebrón construido sin un ápice de inteligencia, imaginación ni literariedad. Lo que todo esto representa viene a ser como un reflejo de lo que pasa en todos los sectores de la sociedad actual, una sociedad dominada por la corrupción, la mentira y la ignorancia de los valores.

Traído todo esto al primer plano de la atención, veamos cómo don Manuel Rodríguez Rivero, comentarista conspicuo del Blanco y Negro Cultural, suplemento literario del diario ABC , AHORA DE “Babelia” se ha tomado el último premioplaneta.

En el prólogo a su libro Los mercaderes en el templo de la literatura, el profesor Germán Gullón, después de expresar su añoranza por “la edad de la literatura”, que él reduce al período 1900-1925 y yo prolongaría hasta pasado el medio siglo, y aludir a los males del mercantilismo de que va a tratar pormenorizadamente después, se pregunta y pregunta (resalto yo): “¿Qué hemos hecho los escritores, los críticos, los profesores, los lectores avezados, para suavizar el impacto del comercialismo culpable de tantos males?” Una pregunta que, a mi juicio, se tendrían que hacer, nos tendríamos que hacer, al levantarnos y al acostarnos, todos cuantos, de una manera o de otra, tenemos que ver algo con la creación y la circulación de los libros.

¿Se la habrá hecho alguna vez el señor Rodríguez Rivero? Yo diría que no, a juzgar por la jactanciosa expresión de su felicidad en cuanto escribe; por cómo se toma frívolamente a broma tantas cosas que, para los amantes de la literatura, son motivo de preocupación. Hay un par de líneas en el texto reproducido en las que reconoce que quienes convocan el Premio Planeta “ya ni siquiera se esfuerzan en parecer honrados”, para enseguida añadir: “pero nunca pasa nada”. ¿Qué va a pasar, don Manuel, si como usted mismo reconoce líneas después, toda la prensa entra en el juego, y otros como usted, que podrían sentar criterios eficazmente, porque escriben en diarios de gran circulación, se dedican a hacer chistes con lo que es una auténtica estafa? Es que, aparte las bases de mentira sobre las que se asienta todo el tinglado, ¿a usted no le parece grave que un grupo formado por profesores universitarios, críticos, académicos y escritores, que se sabe que son pagados por el editor, pasen, a cambio del pago, a fingir que leen los libros, que realizan sucesivas y espaciadas votaciones para, finalmente, abrir un sobre cuyo contenido conoce todo el mundo con semanas de antelación? ¿Quién, si no los críticos y los comentaristas culturales como usted, tendrían que propiciar con su denuncia que “pasara algo”? A la vista de su comentario, se ve que no sólo no hace nada, sino que participa en el engaño. Aún más que las críticas, por favorables que sean –y suelen ser todas bastante favorables- comentarios como el suyo contribuyen a que se venda por cientos de miles de ejemplares un libro que por definición es antiliterario.

A la vista de su texto, también, se diría que para que usted se fije en una escritora no es necesario que tenga ideas y las exprese bien, ni que maneje una estética acorde con el signo de los tiempos, sino que vista llamativamente, se desvista si llega el caso y se haga un tatuaje en cada nalga… Escribe una columna de un tercio de página de un suplemento literario y no habla para nada de literatura. Consiguientemente, ni juzga ni sentencia. Nosotros sí hemos pedido a los alumnos de nuestro taller de literatura que le juzguen a usted por este texto. Por no hacer la cita demasiado larga, le diré tan sólo que los epítetos más repetidos han sido: repulsivo, miserable, vendido, pringuezorra  y tonto.

Lucía Tirado

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