La novela de un académico

Dos trabajadores del Centro de Documentación de la Novela Española han empleado un tiempo no corto en leer la novela La rusa , de Juan Luis Cebrián, elegido en su día académico de la Real Academia Española, por méritos propios y ajenos, y, lo que es todavía más significativo de sus méritos, pasando por encima del profesor Antonio Quilis, el más grande fonólogo de nuestro país, y de José Luis Castillo Puche, uno de los más grandes novelistas españoles del siglo XX. Sabían ellos –nuestros colegas del CDNE-, tras unas primeras calas en el libro, sabíamos todos, que iba a merecer un comentario tan negativo como un besugo insolidario. Aunque resulte increíble, ni para eso ha dado de sí la obra cebrianana. Es malísima (de ser un poco más mala -algo muy difícil- se hubiese pensado en avaricia por parte del autor); pero lo es de una forma tan rosa, tan vacía, tan irrelevante, tan estúpida, tan sin sentido, que ni merece la pena ocuparse de ella.

Es la típica novela que escribe aquél que se cree -¡qué error, qué inmenso error!- que cualquiera que haya malamente leído un par de libros puede escribir una novela. Todo el desdichado texto aparece recorrido por la boba sonrisa del presuntuoso rubicundo que lo cree así..

Por ello, hacerle a La rusa una crítica acompasada seria, rigurosa, como se hacen en el Centro, sería una contradictio de facto et actitude , una pérdida de tiempo. Constituye, en todos los aspectos -argumento, trama, descripciones, diálogos (no)estilo, etc.-, una tal tintorería o tontería insuperable, que produce una vergüenza en quien la lee como seguramente no la produjo en quien tuvo la soberbia y candidez no solamente de escribilla, sino también de publicalla y, aprovechándose de ser, por el tiempo del aborto, director de un periódico, hacer que todos los colaboradores del mismo la comentasen elogiosamente, una, dos y hasta tres veces. Rafael Conte y Juan Cruz aún deberían gemir y rechinar los dientes por lo que escribieron sobre la novela con la que el ruso empezaba a hacer méritos para ingresar en la Academia. Sólo el profesor Aranguren dijo algo de lo que de verdad el pobrecito libro merecía.

Cuando la Feria del Libro de aquella infausta anualidad, el mismo vehículo mediático anunció, urbi et orbi , que la reina había aparecido por el recinto ferial y lo primero que había hecho había sido comprar La rusa . Lo que no dijo al día siguiente fue que las estadísticas mostraban un fuerte aumento en el número de republicanos.

No olvidemos decir que, cuando se llevó la sorpresa de ser elegido, el electo, con la modestia clorótica que le caracteriza, declaró: “Vengo a la Academia a aprender”. Lo cual constituyó su primera inmortal chorrada, declaración cándidamente autodescalificatoria, porque, para aprender, hay otra clase de academias. La Española de la Lengua , aunque lo ignoren su director y sus electores de ansones y cebrianes, Revertes y Marías, está para enseñar, como lo hubiese hecho el profesor Quilis, a quien, en favor del modesto, dejaron, como dije, injustamente en la cuneta.

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