Crónica de una entrevista a Pérez Reverte

Nuestra directora en funciones permanentes, la feroz Mary Luz Bodineau, pensó que había que entrevistar a don Arturo Pérez Reverte para nuestro boletín. Pero, previendo que la empresa, dada la idiosincrasia –indiosincrasia, diría Nuestra Majestad– del personaje, podía presentar dificultades, consideró conveniente que yo acompañase al entrevistador, Isidoro Merino, y diese cuenta escrita del acontecimiento, a modo de estrambote. Algo habíamos oído de exigencias por parte de Editorial Alfaguara y del presunto entrevistado.

En efecto, apenas presentamos una solicitud por triplicado en el registro del Grupo Editorial Santillana, se nos entregaron ejemplares del Libro de Estilo de El País y del Libro de Urbanidad de la casa editora antes mencionada, y se nos dieron instrucciones verbales, así como una relación de consejos para el viaje y la estancia. Resumiendo: teníamos que viajar en diligencia a Cartagena, hablar en castellano del siglo XVII, y eso después de habernos leído la Biblioteca de Autores Españoles de Rivadeneira y pasar un examen de Historia de España. No salimos muy bien parados de los exámenes, pero, así y todo, se nos facilitaron los salvaconductos para nosotros dos, el fotógrafo y el conductor de la diligencia, que, de llamarse Pedro, hubo de pasar por ser Pero de toda la vida.

Tres días y tres noches tardamos en llegar a Cartago Nova, los cuales distrajimos leyendo El País , bebiendo Valdepeñas y comiendo duelos y quebrantos y, cómo no, queso manchego semicurado.

Cuando hubimos a la vista el domicilio pereztre, Isidoro Merino, muy nervioso todo el tiempo, empezó a gritar:

– ¡Ah, del castillo! ¡Ah, del castillo!

– Repara, Isidoro –hube de interrumpirle– , que adosado es, y no castillo.

En ese momento, salía por la puerta un caballero de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. El cochero, más avezado que nosotros en aquel tipo de viajes y visitas, lo señaló:

– ¡Es el mesmo don Francisco de Quevedo! Lo conozco de andadas y sonadas.

No quise defraudarle, pero había reconocido en el supuesto Quevedo a un extra del María Guerrero. No obstante, ¡joder!, entre el castillo de Merino y el fantasma quevedesco del cochero, empezaban a ponerme del trigémino.

Nos apeamos del carro, adelantando primero el pie derecho, según prescribía el Libro de Urbanidad de que nos habían provisto, y el fotógrafo, previamente instruido, levantó el pendón de La Fiera , con león rampante en campo de sinople, gules y pipas de girasol, representando los tres estados iniciáticos del caballero feroz.

Íbamos casi en pelotas, pues se nos había aconsejado que vistiésemos, para entrar, de mosquetero o de marino, según el estado de ánimo que hubiese nuestro anfitrión. Cuando uno de los dos alabarderos que montaban guardia a la puerta del inmueble y que degustaba un anacrónico bocadillo de pan de molde, margarina Flora y jamón de York, nos dijo que su merced estaba en la piscina, comprendimos que el atuendo que pegaba era el de lobo de mar.

Una vez disfrazados de tal en el cuerpo de guardia, el cochero se quedó fuera para abrevar y dar un pienso de cebada Pascual a los Babiecas y Rocinantes –tres y tres– que nos habían jamelgado hasta Cartagena , el alabardero no comilón nos condujo hasta la sala de armas.

Entre frutales cornucopias bastante horteras, una serie de panoplias muy coloridas sostenían puñales, espadas y sables de todos los tamaños y, para mi desilusión, con el sello de made in Albacete . Sillones de cuero repujado y patas y brazos de madera labrada, una mesa que parecía un catafalco y una extensa alfombra con el escudo nacional. Un espejo más alto que un hombre alto aguardaba al que entrase desde las habitaciones interiores o desde el jardín apiscinado. Según nos contaron después, cuando Pérez se veía en él, se guiñaba un ojo y hacía con dos dedos la señal de OK, lo cual significaba que seguía satisfecho de sí mismo. Pero lo más llamativo de la severa estancia era una réplica de El bobo de Coria , de Velázquez, con notable parecido a Javier Marías, y los retratos del Duque de Alba, don Juan de Austria, el Gran Capitán, Cervantes y Quevedo, dedicados a Pérez con letra de Pérez.

Por una ventana, vimos al caballero salir de la piscina pingueando y ¡con armadura!

En esto apareció un paje, peinado a lo colón, por una puerta secreta. Nos dijo que el señor se estaba cambiando y que en seguida nos atendería. Marchóse, no sin antes hacer tres profundas reverencias.

Cuando el hidalgo hizo su aparición, lo hizo estruendosamente, pateando la puerta, vestido de mosquetero y sableando el aire en todas direcciones.

– ¿Quién osa? –gritó– ¡Aquí estoy yo, con dos cojones! ¡Oigo patria tu aflicción!

Se rascó ostentosamente la poliandria y bramó:

– ¿Para qué me molestáis, periodistas y otra gentuza de mal vivir?

Tembloroso, Isidoro le habló de la entrevista, de su agente (del agente de Pérez) y del director de Alfaguara, “quienes sin duda habrán puesto en antecedentes a vuesa merced…”

Según me confesó más tarde, el tembleque de Isidoro se debía, como el mío, a lo ridículo de la situación: monsignore vestido de D'Artagnan y nosotros, para “hacer juego”, de lobos de mar de tebeo, allí, en medio de la sala de armas, cual espantapájaros en paro.

D'Artangpérez lo miró de arriba abajo. Dijo:

– ProseguiD, hablaD, preguntaD.

– En nuestra revista se ha publicado que vuestro próximo libro, descartado el Motín de Equilache y el resfriado mortal de Felipe el Hermoso, versará sobre el genio militar de Francisco Franco.

– ¡Hijos de puta! ¡Hijos de puta! ¡Follones y malandrines! –empezó a gritar, mirando sin ver el techo y tres de las paredes de la estancia– ¿Quién ha dicho eso? ¿Quién me ha calumniado? Mi próxima obra maestra versará sobre La cruzada de liberación contra el comunismo y contra la conspiración judeo– masónica, en la que el sargento Franco no fue más que un peón a las órdenes de mis antepasados.

– Se le acusa de patriotismo testicular.

– No me toque las pelotas, como se llame. Eso lo ha dicho un desdichado que me envidia, porque gano más dinero que él, porque vendo más que él, porque tengo más lectores que él… Un desdichado cantamañanas que tiene que escribir una infamia semanal para ganarse el pienso.

– ¿Sabe usted, maese Pérez, quiénes son sus lectores?

– No, pero estoy seguro de que usted me lo va a decir en seguida –al estilo de los guionistas de Hollywood.

– Según algunos, unos analfabetos que no le distinguen a usted de Alejandro Dumas.

– Yo he aportado mis lectores a la Academia.

– ¿Qué es España para usted, reverendo?

– ¿Pues qué va a ser? Lo de siempre: una unidad de destino y la reserva espiritual de Occidente…

Se puso en pie de un brinco y empezó a cantar:

– Lucharemos todos juntos, todos juntos en uniooón…

Cuando se fue a sentar de nuevo, en otro asiento, Isidoro le gritó:

– ¡Cuidao con los huevos!

– ¿A quien se le ha ocurrido poner aquí la cesta de los huevos?

– No, lo que han puesto es el pico de una lanza.

– Prosiga, que estoy citado con mi maestro de esgrima.

– ¿No le ha tentado nunca introducir alguna idea en sus novelas?

– ¡Ideas! ¡Ideas! ¿Para qué sirven las ideas? ¿Para que un negro o una hembra sea presidente de los Estados Unidos?

– ¿Usted conoce la novela del siglo XX?

– ¿La novela del siglo XX? ¿Para qué? ¿Para que doña Virginia Woolf me toque la flor cuando no me la toque Nuria Azancot?

– O para no vivir literariamente en el pasado.

– Yo vivo en el pasado, pero gano dinero en el presente.

– Usted sólo habla de dinero.

– ¿De qué quiere que hable? ¿De literariedad, estilo, técnica, composición y demás memeces de las que hablan los que tenían secuestrada la novela hasta que he llegado yo?

– ¿Y por qué no se va por donde ha llegado, gilipuertas?

– Agggggg!!!! –empezó a gritar Pérez, hinchadas las venas de las sienes y blandiendo la espada– ¡A mí mis leales! ¡A mí mis leales! ¡Yo no me mancho con la sangre de un plebeyo! ¡A mí! ¡A mí, por Belcebú!

Echamos a correr. Al pasar por su lado, le hicimos un corte de mangas a la diligencia y, al grito de “¡E le en or ulo a Pérez!, tomamos el camino de la estación, para coger un coche-cama.

M. Asensio Moreno

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