Del ventoseo a la cohabitación: la novela española del último medio siglo

Hace unos años, intervine en el espacio titulado Negro sobre Blanco, que dirigía Fernando Sánchez Dragó en TV2. Mi  cometido en el programa era defender, frente a un crítico de El País, Luis de la Peña, y otro de La Razón, Juan Ángel Juristo, a los libelistas que hacen La Fiera Literaria, quienes, como tales, no deseaban dar la cara; además de porque pensaban que, bajo un régimen autoritario (y en España, literariamente, viviamos, y vivimos, bajo un régimen autoritario), la libertad tiene que ser clandestina.

El hecho de haber acudido en esa representación no sólo de altísimo buen grado, sino asumiendo los modos y criterios de La Fiera, me permite hoy apearme de cualquier tipo de disimulo y situarme donde verdaderamente estoy, que, por bendita casualidad, es donde he estado siempre. En una palabra: que me decido a adoptar la ferocidad como método –yo, siempre tan morigerado– y como actitud también ante el fenómeno literario y sus circunstancias, que en España son de una falsedad y una corrupción que asustarían al mismísimo diablo inventor del hedor y de la podredumbre.

Como ha escrito en más de una ocasión Juan Ignacio Ferreras, autor de libros tan estimulantes como España contra la modernidad y La gran parodia, nuestro país, culturalmente hablando, es una verdadera desgracia. Miren ustedes si no –esto lo digo yo- cualquier libro de Antropología, Biología, Sociología, Física Teórica, Filosofía de la Historia, Estética, de lo que sea, repasen su bibliografía y no encontrarán un solo nombre español.  Yo, que estoy totalmente de acuerdo con ese sano juicio de Ferreras, quiero ocuparme hoy de uno de los desgraciados  terrenos en el que esa horrible situación se manifiesta con mayor realce: el de la novela y la crítica literaria sobre la novela. Imagino que ya han sido estudiadas por los sociólogos de la literatura las relaciones del género literario mencionado, en cuanto a su temática, forma, contenido y hasta extensión, con el público al cual va destinado, especialmente importante, sin duda, en la manifestación de las obras particulares, dada la presencia cada día más agobiante del editor en la configuración de las mismas. Yo no he leído nada al respecto, pero sí he pensado mucho en ello y tengo mi propia teoría. Pues bien, en este orden de ideas, y yendo sólo al tema que me he propuesto tocar en este artículo, creo que se puede señalar como culpable principal del desastre que viene siendo la novela española desde hace cincuenta años –pero ahora, ya, como para declararla zona literaria catastrófica–, a la crítica; mejor dicho, a la crítica y al periodismo cultural, por llamarlo así para entendernos, aunque no lo sea en un sentido estricto.

Que a dos o tres generaciones de españoles se las haya hecho convivir con la idea de que un laxante casposo como Cela, un cateto como Miguel Delibes, un analfabeto castizo como Umbral y un cursi como Antonio Gala, todo ellos, además, "en posesión" de una estética que en el siglo XIX ya estaba obsoleta, y a los que esos mismos culpables, con Miguel García Posada, Ramón de España, Ignacio Echevarría, José Carlos Mainer, Pozuelo Yvancos, Rafael Conte, Dario Villanueva y Santos Sanz Villanueva al frente, han venido a sumar, ya en nuestro momento histórico, al peor escritor del mundo y de la historia que es Javier Marías –a quien últimamente hacen la competencia Pérez Reverte y Ruíz  Zafón-, a las pésimas novelistas y ciudadanas "progres" que son Almudena Grandes, Maruja Torres, Elvira Lindo y Rosa Montero, y al menos que discreto narrador Antonio Muñoz Molina –asimismo todos ellos estéticamente superados– y una carretada más de novelistas de más que mediano y hasta apabullante éxito en los medios de comunicación y en las librerías, ha causado unos estragos en los lectores, primero, y en el ser y existir del género narrativo, después, de tan enormes proporciones como difícil arreglo.

Y no es que en España hayan faltado escritores capacitados y dispuestos a cumplir los que hoy llamaríamos criterios de convergencia con Europa, porque sí los ha habido. Escritores cultos, con imaginación, con una técnica al día y poseedores de una estética epocal y hasta personal, y una cosmovisión de acuerdo con el nuevo paradigma que propició la nueva física -la relativista y quántica- y, tras ella, la filosofía, en los primeros años del siglo. Pero, incomprensiblemente, contra las primeras manifestaciones de los mismos, en los años sesenta, se opuso la crítica universitaria casi en pleno –Sobejano, Soldevila, Amorós, Sanz Villanueva, Esteban Soler, Darío Villanueva, Germán Gullón y Domingo Indurain–- y la más influyente de la de prensa: Rafael Conte, Iglesias Laguna, Blanco Vila y sus numerosos epígonos. Las excepciones, aunque tímidas, fueron los profesores Baquero Goyanes, Benítez Claros y, contundente pero breve, Juan José Coy y, de los que escribían en periódicos, Antonio Valencia y Manuel Cerezales, los primeros y más beligerantes, pero también Fernando Gutiérrez, Juan Ramón Masoliver, Horno Liria, Domingo Pérez Minik, Angel Marsá y Segado del Olmo, que yo recuerde. Quienes con más razones deberían haber estado por la modernización y culturización del género se alinearon con la berza, apoyando un tipo de novela no sólo ya anacrónicamente costumbrista, sino en la que se manifestaban bien los olores a pies y a ajos, los sonidos de los cuescos y los regüeldos, el lenguaje soez e inculto y en la que los problemas importantes de la condición humana, de la política social, de la filosofía, que hervían en las novelísticas de Francia, Italia, Inglaterra, Alemania, etc. brillaban por su ausencia. Llegando estos enemigos de lo culto a cometer verdaderas injusticias y hasta infamias como, por poner un par de ejemplos, las de Germán Gullón y Santos Sanz Villanueva en sus libros –imitaciones de Novelist on the Novel, de Miriam Allot–, ambos titulados lo mismo, para mayor desgracia de sus autores: Teoría de la novela –lo que no eran–, en los que recogían todas las vulgaridades escritas o dichas por los garbanceros del realismo social, pero en los que ni siquiera citaban el único libro de auténtica teoría del género narrativo por entonces aparecido: el que, con el título de El realismo y la novela actual,  habíamos publicado a Andrés Bosch y yo en las Pubicaciones de la Universidad de Sevilla, ni mi Introducción a una teoría de la novela  que apareció en la revista Arbor. Por no hablar del capítulo de las exclusiones de nombres y falseamientos de la historia, como los de Soldevila, Sobejano, Santos Sanz e Hipólito Esteban Soler en sus libros histórico-críticos, o, en el aspecto de omitir nombres,  José María Guelbenzu, quien, en un larguísimo ensayo histórico sobre la novela de posguerra, publicado en Cuadernos para el diálogo, pedía perdón por los olvidos involuntarios –¡como si hubiese algún olvido voluntario!–- , "pues los otros los he llevado a cabo exhaustivamente", lo que revela una mentalidad y actitud implacable de censor y hasta de inquisidor.

Bien conocido es el papel incómodo y represor que representó la censura del franquismo, aniquilante en el campo de las publicaciones periódicas, el teatro y el cine. Pero, en la poesía y la novela, muy incómodo, pero en absoluto determinante de lo que fue la creación poética y narrativa de los cuarenta años de dictadura. Como dijo en varias ocasiones José Hierro, ni un solo libro de poemas se dejó de publicar por causa de la censura; y narrativo, digo yo, los hubo que sí, pero no alcanzaron la media docena, ni quizá la media docena. Eran demasiado incultos los censores. En aquél entonces se hablaba mucho, por los autores de las mismas, de obras geniales prohibidas. ¿Dónde estuvieron después, cabe preguntarse, cuando ya pudieron publicarse?. ¿Por qué no vieron la luz con la llegada de la "democracia"? Palabras, expresiones, eso sí que cortaban, pero esos eran elementos que un escritor con recursos sustituía fácilmente, dejando intacto el meollo de su obra. En lo que se refería a las partes pudendas y sus hazañas, no se permitía pasar del famoso póker culo, caca, pedo, pis y, en esto terreno, hay honradamente que reconocer que hemos ganado mucho. Hoy día, podemos encontrar, en cada página de Almudena Grandes, por ejemplo, cinco veces el sustantivo femenino polla y otras tantas el sugerente verbo follar, lo cual hay que reconocer que representa una notable adquisición cultural.

Todo lo cual quiere decir, hablando ya completamente en serio, que, en lo que se refiere a "el fondo del asunto", no hemos avanzado nada. ¿Por qué, literariamente hablando, va a resultar más noble, o menos innoble, peer que follar? En el fondo, lo triste, lo aniquilador para la literatura en general -hay poemas, "procedentes" de la llamada poesía de la experiencia, la propiciada por críticos como Miguel García Posada,  José Luis García Martín, etc. y por poetas como Luis García Montero y Felipe Benítez Reyes, entre otros, en los que se cantan "los crujidos del somier, / en el cuarto de al lado, / de dos que follan"- y la novela en particular, es que  la mentalidad generalizada -la de la mayoría de los críticos, profesores, académicos, editores, autoridades culturales y, por supuesto, escritores, no ha cambiado. Se adoba en el mismo caldo de caspa, semen y heces fecales. Mientras se sigue condenando al ostracismo la imaginación, la inteligencia y la preparación cultural. Y es que en España, como decía Valle Inclán, es un delito el talento". Y, digo yo, en España, la mediocridad es una garantía de supervivencia.

M. García Viñó

Arriba