Ya sé que dicho así, de sopetón, puede resultar un poco
difícil de creer; pero les aseguro que pocas actividades me resultan
tan entretenidas y chistosas como leer en la prensa las noticias
relacionadas con la Real Academia Española. No me ocurre con todas
ellas, eso también es cierto; a algunas les concedo la relevancia y el
alcance que realmente tienen, como la reciente elección de Inés
Fernández Ordóñez, la primera lingüista que ingresa en la RAE, o la más
reciente aún presentación de la nueva Gramática académica, la más
cercana a la ciencia lingüística de las hasta ahora elaboradas y
publicadas por la institución. Sin embargo —y como les decía—, estos
casos son las excepciones, y por regla general las noticias sobre la
Academia suelen producirme el mismo efecto que el de una sesión de
risoterapia. En fin, qué le voy a hacer, soy así de raro; ya sé que
para la mayoría de hispanohablantes la Real Academia Española es una
respetable institución cultural donde la tradición, la solemnidad y la
ceremonia se confunden a menudo con lo viejo, lo fastidioso y lo
aburrido —y esto poco tiene de entretenido, claro está—; pero yo, por
el contrario, encuentro que las declaraciones que realizan los
académicos no sólo son divertidas, sino que en ocasiones resultan más
hilarantes que las letras de una chirigota gaditana.
En esta tarea de divertirme a golpe de declaraciones y ocurrencias
desatinadas brillan con luz propia las de los escritores. Nada más
conocerse que han sido nombrados académicos —y como si del ganador de
un concurso de belleza se tratara—, son tantos los disparates y tantas
las banalidades que cuentan los recién llegados que sólo pueden
compararse en vacuidad y desparpajo con los disparates y las
banalidades que declararon en su día los escritores académicos ya
veteranos. Lean, por ejemplo, lo que confesaba hace unos días la
escritora Soledad Puértolas, última adquisición de la RAE, cuando un
periodista le preguntó sobre la función que desempeñaría en la
denominada Docta Casa:
“Ni idea. Lo que me pidan. Lo que soy. Mucha ciencia no creo, no soy
gramática ni tengo los conocimientos eruditos de un filólogo o un
lingüista. Será algo mucho más personal y subjetivo, como lo es la
creación literaria; y algo más intuitivo, quizá más arriesgado. Un
acercamiento natural a la lengua.”
Ya les digo, como si de una cuchufletera se tratara, la séptima mujer
de la historia española en convertirse en académica numeraria de la
lengua (sólo cinco en trescientos años de historia) se presenta ante la
prensa para declarar —eso sí, con una sonrisa de oreja a oreja— que no
tiene más idea de gramática, filología o lingüística que la de andar
por casa, y que lo suyo será, por tanto, «un acercamiento natural
a la lengua». Signifique lo que signifique esta última frase, ¿se
imaginan ustedes a un miembro electo de la Academia de la Historia
afirmando que sólo puede dar fe de los tiempos que le han tocado vivir?
¿Podrían entender que un académico de Farmacia confesara que las
medicinas que mejor conoce son las aspirinas y el ibuprofeno que toma
cuando le da fiebre? ¿Comprenderían que un académico de Jurisprudencia
anunciara sin sonrojo ante la prensa que las únicas leyes que domina al
dedillo son las de la república independiente de su casa? No, ya sé que
no. Este comportamiento sería impensable en una institución
medianamente seria; y, por ello, en la Academia de Farmacia ingresan
los farmacéuticos; en la de Historia, los historiadores; en la de
Jurisprudencia, los jueces y abogados; y en la de Medicina, los
médicos. Además, de esta manera —y por lógica tan simple—, los miembros
de estas Reales Academias se ahorran el bochorno de confesar
públicamente que no tienen ni idea de por qué o para qué han sido
elegidos.
A diferencia de estas instituciones, y salvo en el caso de los pocos
lingüistas y filólogos, la mayoría de miembros de la Real Academia
Española se caracteriza por esmerarse en airear sus desnudas posaderas
lingüísticas tan pronto conocen que han conseguido uno de los sillones
con nombre de letras. Este comportamiento, además, es tan previsible
como una ley física, créanme: se cumple irremediablemente y sin
excepción alguna. Se me viene a la memoria, por ejemplo, el caso de
Arturo Pérez Reverte, quien confesó —sin duda con el pecho henchido del
orgullo hispano que lo caracteriza— que junto a él entraban en la
Academia «todos sus lectores», y que su primera tarea en esta
institución sería la de «escuchar y aprender». Es bien conocido por
todo aquel que lo haya leído que Arturo Pérez Reverte es un cachondo en
toda regla, pero hay que reconocer que aquí el escritor cartagenero se
superó a sí mismo. Porque quien ingresó en una institución cultural
dedicada a la lengua española sin pasar por una Facultad de Filología
—que es donde los lingüistas van a «escuchar y aprender»— es él; quien
aumentó su caché al hacerlo es él; quien a partir de entonces va de
gañote a los Congresos de la Lengua que se celebran en América es él; y
es él, en definitiva, quien aceptó ser académico de la lengua sin
merecerlo; no por deméritos literarios, sino por deméritos científicos.
Sus lectores no tienen la menor culpa de que a Reverte le atraigan los
honores, seamos justos; bastante tienen ya con leer los comentarios
machistas y carpetovetónicos que adornan muchas de sus obras literarias
y la mayoría de sus artículos periodísticos. A cada uno, lo suyo.
Javier Marías, amigo y compañero de fatigas de Pérez Reverte, también
ofreció en su día un buen ejemplo de esta guasa académica tan socarrona
de la que yo disfruto enormemente. Tras conocer su nombramiento, Marías
confesó sin empacho alguno que «no entendía por qué la Academia admitía
en su seno a novelistas», ya que la labor de estos era «bastante
pueril». Es difícil mostrar mayor desparpajo e ironía a la hora de
aceptar un cargo, no me lo nieguen: es como cuando Groucho Marx
afirmaba que jamás ingresaría en un club donde admitieran a gente como
él. Y que conste que yo coincido con Javier Marías en lo principal: yo
tampoco entiendo el criterio de la Real Academia Española a la hora de
admitir nuevos miembros. No entiendo que en una academia de la lengua
las decisiones lingüísticas las tomen escritores, biólogos, almirantes,
sicólogos, arquitectos o periodistas. Tampoco comprendo que personas
cultas y de gran talla intelectual y profesional —como muchos de los
miembros de la RAE— admitan un cargo y una responsabilidad teórica para
la que lisa y llanamente no están preparados. Así pues, o están locos
estos académicos nuestros… o son unos guasones. Porque, díganme: ¿A
quién en sus cabales se le ocurriría encargar la redacción de un
diccionario a un poeta, por más genial que este pudiera ser? ¿Quién,
con un poco de sentido común, escogería para redactar una gramática a
un novelista, aunque fuese Premio Nobel? ¿En qué cabeza cabe, por
tanto, que podamos tomarnos en serio a una institución en la que muchos
de sus miembros declaran no tener ni idea de lo que hacen allí? El
funcionamiento de la Academia Española es pura locura o pura broma, ya
les digo, y por eso me resulta tan jocoso comprobar cómo mucha gente
incluso considera que esta institución es ejemplo de seriedad y buen
hacer: ¡bendita inocencia!
En fin, para mi deleite particular, lo paradójico de este
comportamiento irracional y caduco que confunde un arte, la literatura,
con una ciencia, la gramática, radica en que no es exclusivo de la
Academia Española, sino que lo practican la mayoría de academias de la
lengua. Un ejemplo muy claro de esto que les cuento tuvo como
protagonista al director de la Euskaltzaindia, la Academia de la Lengua
Vasca. Esta institución, que se encarga de elaborar la ortografía, el
diccionario y la gramática del euskera, rechazó en su día al lingüista
vascofrancés Xarles Videgain para admitir poco después a un ingeniero
industrial, Andoni Sagarna, y a un escritor, Bernardo Atxaga. Con la
intención de justificar ante los medios el extraño criterio de su
institución a la hora de escoger nuevos miembros, el director de la
Academia Vasca, el notario Andrés Urrutia, no dudó en resaltar ante la
prensa las excelencias y el compromiso de este último: “Hay quien
piensa que le hemos dado un premio nombrándole euskaltzaina [miembro de
la Academia Vasca]. En realidad, le hemos llamado para trabajar.” Si el
señor Urrutia hubiese tenido en cuenta la ley inmutable de la que les
vengo hablando, esa que establece que un escritor recién elegido
académico lo primerito que hace es el ridículo, entonces el director de
la Academia Vasca se habría cuidado muy mucho de efectuar tales
afirmaciones, porque al bueno de Bernardo Atxaga le faltó tiempo para
declarar ante la prensa: “La pregunta debería ser qué tipo de trabajo
puedo hacer. Porque es evidente que no puedo aportar mucho a las
cuestiones intrínsecamente lingüísticas. Yo no puedo hacer gramáticas
ni diccionarios, ni puedo ayudar en esos quehaceres. Lo que sí puedo
hacer con más dedicación es esa tarea de cara al exterior. […] Sería
una especie de propagandista de la lengua en el extranjero.”
Vamos, que Atxaga ingresaba en la Academia Vasca para trabajar… de
relaciones públicas: acabáramos. Así se entiende que Xarles Vidagain
fuera rechazado en esta institución; así se entiende también que la
propia RAE desestimara en su día la candidatura del lingüista Antonio
Quilis para dejar sitio a Juan Luis Cebrián; así se entiende que la RAE
escoja ahora a Soledad Puértolas cuando no hace tanto le negó el
asiento al subdirector de ¡su propio Instituto de Lexicografía!, Rafael
Rodríguez Marín, un lingüista competente que abandonó la institución
poco después, no se sabe si por hastío o por vergüenza torera. Así se
entiende, en definitiva, que la Academia haya tenido que recurrir a
gramáticos y lingüistas ajenos a su seno para elaborar la nueva
Gramática, la primera obra medianamente científica de toda su historia.
Pero vaya, situaciones esperpénticas como estas no son raras cuando 31
de los 46 miembros de una academia de la lengua se dedican a las
relaciones públicas y a la propaganda en vez de a la lingüística. Ese
es el chiste con el que me vengo riendo desde hace ya muchos años.
En fin, ahora que se apagan en la prensa los ecos de la elección de
Soledad Puértolas sé que se me aguardan algunos meses de apatía hasta
que la Academia elija a otro médico, a otro cineasta o a otro escritor,
que bien podría llamarse Almudena Grandes, Elvira Lindo, Maruja Torres,
Juan José Millás, Carlos Ruiz Zafón o cualquier otro peso pesado de
nuestra liviana literatura actual; total, lo mismo daría uno que otro.
Por eso les confieso que yo esperaré confiado y expectante, ya que
estoy seguro de que sea quien sea el elegido —o la elegida— me
proporcionará los mismos buenos ratos que Marías, Reverte o Puértolas,
quien por cierto ya ha adelantado que su discurso de ingreso en la
Academia versará sobre los personajes secundarios. Si me acepta el
consejo, y en compensación por las risas que me he echado a costa de
sus declaraciones, yo recomendaría a Soledad Púertolas que, en vez de
citar a personajes literarios, fijara la vista y el ingenio en los
escasos lingüistas de la institución en la que ingresa. Nada mejor para
hablar de subalternos en el salón de plenos de la RAE que recordar a
los científicos del lenguaje, los auténticos secundarios de la Real
Academia Española.