La novela del siglo XXI según el profeta Juan Manuel

En El Semanal del 26 de diciembre de 1999, se publicaba un artículo de Juan Manuel de Prada titulado La agonía de la novela , título que, respecto al subtítulo, venía a ser algo así como ese grito del mayordomo real o como se llame que, de forma contradictoria para los no iniciados, proclama: “el rey ha muerto, viva el rey”, puesto que el dicho subtítulo rezaba: El próximo siglo traerá relatos rendidos a las intromisiones de géneros que nacen de la inmediatez . O sea, que, a pesar de la agonía de un momento, la encontramos de nuevo en la existencia. La expectación entre los operarios del Centro de Documentación de la Novela Española , quienes, pese a haber estudiado exhaustivamente la del siglo XX y centurias precedentes, y prácticamente saberlo todo, entre todos, de la teoría y la práctica del género y haber llevado a cabo la separación -la aportación más decisiva, según Tim Owens, de The Association of Contemporary Spanish Literature Researchers, San Francisco (USA), del siglo a la ciencia de la literatura- entre la novela tradicional o newtoniana y la relativista y quántica, la propia de este siglo, nunca nos hubiésemos atrevido a hacer siquiera conjeturas sobre lo que puede venir, nuestra expectación, iba a decir, fue tremenda. Que nosotros supiésemos -y lo sabemos, insisto, casi todo-, en lo que va de historia, sólo un novelista del siglo pasado, Gustave Flaubert (cfr. Fragmento a Louise Colet , 24-IV-1852) se atrevió a pronosticar lo que sería la novela, el arte en general, del siglo XX, y acertó. ¿Pasaría lo mismo con el intrépido muchachuelo español? Lo que más nos inquietaba era no estar seguros de vivir para saberlo. Pero, por el momento, ya nos parecía bastante poder comprobar, sobre el texto pradiano, si había bases, siquiera aparentes, para su osada profecía. Para ello, imprescindible nos resultaba saber hasta qué punto conocía el supuesto vate la novela en general y la de su propio tiempo.

Acontece, y de ahí nuestros temores, que hay gilipollas de uno y otro sexo que creen que resultar agraciado en una de esas tómbolas de propaganda editorial que son los premios Planeta, Nadal, Alfaguara, Primavera, etc. les imprime carácter de entendida/do en novela. Antes de meternos en la faena, hicimos un triduo a nuestro patrono, San Peroncio de Torrelodones -único santo enano de la historia, único virgen y padre- para que éste no fuese el caso, por el bien de España y de su monarquía nacionalsindicalista, de la que sabemos que el infante don Juan Manuel es devoto.

Concluida la novena y tras escuchar impertérritos e indemnes una arenga de nuestro maestro Timothy Alexander O'Garthia, nos aprestamos, no sin serias inquietudes, a llevar a cabo las necesarias indagaciones.

El presunto apasionante artículo comienza con este párrafo: “Podríamos afirmar (en lo que España respecta, y aun a riesgo de incurrir en abominables simplificaciones) que el siglo XVI exploró la poesía, el XVII propició el teatro, el XVIII se asomó al ensayo y el XIX se derramó (¡qué ocurrencia!, pensamos para nuestro tabardo) en copiosas y esforzadas novelas”. ¡Cómo cundió el desánimo entre los fieras! De entrada, teníamos que afirmar, con toda la vehemencia que nuestros rugidos permiten, que el reduccionismo implícito en la frase “en lo que a España respecta” es inadmisible. ¿Qué puñetas pinta lo que haya pasado en España -que, en cualquier caso, suele ser lo que pasa en todo el mundo, sino que con bastante retraso- con lo que sucede en el campo de los géneros literarios, que nada tienen que ver con nacionalidades! Empezamos a temer que, como él mismo reconoce un poco más adelante, a Juanma le habían encargado un artículo, con la frivolidad y la falta de pudor que caracteriza a los directores de medios, y que él se puso a llenar líneas, todas las que hicieran falta, que era lo que al director le importaba igualmente y por encima de todo. Pero es que, por ende, explorar, propiciar, asomarse y derramarse son conceptos tan heterogéneos, que no es ya que de donde se junten sea imposible sacar ninguna conclusión coherente, sino que su arrebujamiento irresponsa­ble sólo puede propiciar una estupidez de grado 10 en la escala de Richter. El caso es que, profeta por encima de todo, el de Prada, en el mismo párrafo, decía barruntar que “corría el riesgo de incurrir en abominables simplificaciones”. Su único error en este punto fue utilizar un adjetivo tan suave como lo es abominable.

Para establecer “cuál ha sido el género preponderante en este exhausto siglo XX”, Juanito atiende “al volumen de producción y a las vindicaciones de los interesados” -pura ciencia de la literatura-, y confiesa estar a punto de decantarse por el periodismo. Yo le hubiese dicho en el trance: “fiel a tus planteamietos, ¿por qué no indagas mejor, puesto que tú mismo reconoces que “el interés partidista siempre ha sido mal consejero”, qué género explora, propicia, se asoma y se derrama a las del siglo XXI? De haber sido sincero, seguro estoy de que me hubiese respondido: “mire usted, el caso es que ya llevo escritas veincinco líneas, un cuarto de artículo, llenas de palabras, y por palabras cobro yo, como los telegrafistas”. No se puede negar, sin embargo, que camina bien arropado: académicos alcurnes, como Cebrián y Ansón, han afirmado repetidamente, desde su ingreso en la que García de la Concha suele nombrar metafóricamente “docta casa”, que “la mejor prosa actual se escribe en los periódicos”. ¡La madre que los parió!

Nuestro héroe, sin embargo, no es fácil de convencer, y afirma rotundo con su estilo inimitable: “por mucho que clamen y pataleen los artífices de esa hiperbólica aseveración [...] convendremos que el periodismo sigue careciendo del prestigio cultural que ostentan los otros géneros”. Y ya es sabido -tercio si se me permite- que la importancia de los géneros literarios depende de su prestigio social, que para eso nacieron posmodernistas, y no de su ser ni de sus realizaciones. “La novela en cambio, sigue razonando Praditas, a pesar de sus achaques y ostentosos desfallecimientos, mantiene su monarquía entre los lectores. Una novela que, heredando las convenciones decimonónicas, se ha hecho permeable a las convulsiones del siglo y ha abierto ventanas a los fenómenos artísticos de nuevo cuño. Si contemplamos con vocación panorámica los avatares del género narrativo durante los últimos cien años, advertimos que, pese a las cicatrices infligidas por las vanguardias, el cine o la intromisión de otros géneros, la novela sigue preservando su identidad, maltrecha y renqueante si se quiere, pero numantina identidad, a fin de cuentas”.

A la vista del último párrafo transcrito, que temerariamente hemos leído sin el auxilio de un traductor del eschorranto, me atrevo a sentenciar que habémosnosla con un superpedante megaignorante, que se cree un estilista a lo Pedro de Lorenzo -esto es, un Azorín echao en lejía-; que adopta la postura de una cigüeña vestida de pingüino para hablar de los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa, con expresiones como “convenciones decimonónicas”, “hiperbólica aseveración”, “convulsiones del siglo”, “abrir ventanas”, “fenómenos artísticos de nuevo cuño”, “vocación panorámica”, “avatares del género”, “mantiene su monarquía”, “cicatrices infligidas”, “numantina identidad”, etc., siempre más preocupado por lucir la gola y la pechera almidonada, que por decir algo aprovechable por el lector benévolo y expectante. Y el caso es que él mismo admite, en un instante de lucidez, que “todo esto puede ser petulancia o necedad”, aunque -se defiende con argumento de guardia de la porra- “a veces los encargos exigen estas sonrojantes claudicaciones”. (Discípulo predilecto de C. G. Jung como he sido, puedo afirmar y afirmo, que la convicción pradera era, en el momento de autos, que, pese a las adversas circunstan­cias, a él le había salido una pieza genial, para asombro de propios y extremeños.)

Reconocidas sus posibles petulancia y necedad, producto de sonrojantes claudicacio­nes, continúa imperturbable el marqués de Prada -seleccione ahora el lector, con nuestra ayuda, las frases para la historia-: “Se me propone que adivine los itinerarios de la literatura en el siglo que viene, o en el siglo que se nos abalanza , y con la prevención vergonzante que exige el caso me atrevo a afirmar que el género hegemónico del siglo XXI seguirá siendo la perseverante novela . Habría que especificar, a continuación, a qué novela me estoy refiriendo. Los añicos de la narración decimonónica se irán haciendo más y más diminutos, hasta degenerar en polvo indiscernible . No creo que las novelas que vengan posean descripciones demoradamente suntuosas, argumentos trabados por el cálculo o la pasión, grandes personajes que cristalicen en nuestra memoria, deviniendo en arquetipos. La novela del próximo siglo será fragmentaria y desencuadernada , extrañada de circunstancias geográficas, porosa y levísima, casi exenta de argumento y rendida a las intromisiones de otros géneros que nacen de la inmediatez: el diario, la divagación pseudo-filosófica, el ensayo más o menos vertiginoso, el ramalazo poético . La novela agónica del siglo XXI será también una novela huérfana de tradición.” (Neomalaquías dixit.).

Quien haya tenido la desgracia de leer un párrafo más imbécil que el transcrito sobre el género narrativo, por favor, nos lo señale. Será nuestra bienaventuranza. Pero volvamos a sus antecedentes. Lo que dice el ensayista visionario de que “la novela del siglo exhausto” es “achacosa y desfalleciente” y “ha heredado las convenciones del siglo XIX” es una puta mentira y el intento de establecer una coartada. Será así en su caso y en el de otros, como él, artificialmente bestsellerados por el sistema. Pero ¿en Joyce, en Proust, Kafka, Virgnia Woolf, Huxley, Butor, Claude Simon, Faulkner, Hesse, Junger, Orwell, Abellio, Igor Stephantekerne, etc., etc? ¡No sea usted memo, so ignorante! Si el siglo XIX fue el siglo de la novela-segundo-mundo, de la novela de sentimientos subjetivos y representaciones colectivas, de personajes arquetípicos y grupos sociales, la del XX -la auténticamente del XX, claro- ha sido, sobre todo en la primera mitad del siglo, hasta el 68 y sus flecos, el de la novela-novela, la novela-obra-de-arte-literario, fragmentaria como tal y deudora en su cosmovisión de la nueva física, en la que, sin faltar contenidos de toda índole -metafísicos, religiosos, sociológicos, científicos, éticos, etc.-, ante todo prevalecen los valores estéticos, que son los que ontológicamente la definen como tal novela. Tan petulante ignorancia, más que cabrear, deprime. Lea usted Les abeilles d'Aristée , señor de Prada, La metamorfose du roman , Le présent de l'indicatif, L'ere du soupçon, y comprobará la magnitud de sus errores. ¿Y a usted lo presentan los Ignacio Echevarría, Conte, García Posada, Sanz Villanueva, Benítez Reyes, Muñoz Molina, Molina Foix, Savater, Guelbenzu, Darío Villanueva y tantos otros hampones como el novelista más prometedor del momento! País de mierda, enfrentado desde su nacimiento histórico a la modernidad, como ha demostrado Juan Ignacio Ferreras ( España contra la modernidad , Madrid, Endymión, 1999). ¡Prometedor usted! ¿Quién puede serlo, además, y sobre todo estando dentro del sistema, en un país que no tiene nada que prometer en ningún campo, porque le faltan trampolines culturales para ello? Los afrancesados, sí, los que abominamos del casticismo maloliente de Cela y Umbral, de las cursilerías de Gala que ustedes tanto admiran, de los horrores sintácticos y de léxico de Marías que os orgasman, de las chorradas memorables de Almudena Grandes, Rosa Montero y Maruja Torres... Pero ya se encarga el sistema de mantenernos en las ergástulas o en las catacumbas. ¿De qué catecismo para centrocampistas ha sacado usted eso de “la perseverante novela”? Y para después, con la temeridad de la ignorancia, opinar: “No creo que las novelas que vengan posean...” Ya lo hemos transcrito. Y ¿porqué no lo cree? ¿Por que “no creo” tiene dos letras más que “creo” y se trata de rellenar el vacío con otro vacío mayor? ¿En qué basa ésas sus especulaciones, más tontas que una chaqueta a cuadros mortadela? ¿Por qué decide que será “porosa y levísima”? ¿Por qué no compacta y pesada como las suyas? Da lo mismo ¿verdad? Total, cuando la novela del XXI se consolide a partir de la visión del universo que propicie la ciencia -¿la tal vez inminente y revolucionaria teoría del campo unificado?-, la filosofía, la sociología y los sueños de la época, ¿quién se va a acordar de este artículo jeremíaco -por lo profético, claro-, cuyo precio ya se habrá gastado usted en palomitas?

Me palpo las taleguillas, incluso las talegas, tratando de verificar mi estado de vigilia de la inmaculada. No sueño, no, oh Segismundo de mis carnes. Pero la oración pradera es tan chorruda, que tendría que haber puesto sic detrás de cada oración, subordinada o no, que eso es lo de menos. Después de poner por la moqueta varios miles de novelas que aún no se han escrito, pero que él está seguro de que “se contaminarán de ese naufragio de impresiones velocísimas que no dejan huella, y se arrojarán al remolino de la esquizofrenia informativa” -una gilipollez en fa mayor es cosa amenazante, pero expelida en metáforas de vellón puede conducir al suicidio a un lector de débiles mantecas-, después de eso, digo, el nene de Prada enciende una linterna de esperanza. Quienes empezábamos a comportar­nos como abuelos de los tan severamente regañados antes de haber nacido, dispuestos a dejarles una buena herencia, respiramos aliviados. “Quizá se produzca [después], añade el tridentino en la cumbre de su iluminación, una reacción culturalista, y la novela vuelva a ampararse en la nutritiva y vitaminada tradición clásica”. En medio de tantas vaciedades y memeces, esta obviedad tiene la virtud de retrotraernos a la tierra de nuestros ancestros y estamos a punto de enjugarnos las lágrimas. Pero quienes, como De Prada, padecen incontinencia plumera, escachifollan muy pronto cualquier chorrada menos mala que se les ocurre. Entre convulsiones y jadeos de secano, leemos el último párrafo del vaticinio: “Quizá acabemos el siglo XXI -presume, proclamándose tácitamente longevo- escribiendo sonetos respetuosos del metro y de la rima”. (De otra suerte, cretense, no podrían ser sonetos.) “Nunca se sabe. Y ahora permítanme que cierre el quiosco de futurólogo”, como si dijera arrebolado: “¿y qué culpa tengo yo de poseer dotes proféticas?”

Lo malo, lo aterrador, es que, en España, estas cosas, estos atentados a la inteligencia, se las traga todo bicho moribundo sin darse cuenta, excepto los redactores de La Fiera Literaria . Críticos, profesores, académicos, responsables de los medios de comunicación, y, no digamos ya, los periodistas “culturales”, que sólo saben de quien tienen que hablar y, por lo tanto, bien, han podido leer el apocalipsis praderne, sin advertir no ya que se trata de una ristra de afirmaciones tan vacuas como gatoparderas e insostenibles, sino de una idiotez en la cumbre. Un elemento más del síndrome que en el Centro de Documentación de la Novela Española llamamos de Forrest Gump: el que hace que, hic et nunc , quien logra mantenerse en un estado de retraso mental que no le impida escribir tiene todo a su favor para lograr un gran éxito.

Isidoro Merino

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