Los nefastos

Los medios y los servidores de los medios y los servidos por los medios deben de estar contentos. Se ha producido un nuevo caso de plagio: el verdaderamente flagrante de Lucía Etxebarría al poeta Antonio Colinas. A juzgar por lo que le ha pasado a Ana Rosa Quintana con el suyo, convicto y confeso como éste lo será en breve, la autora de Proszac y no sé qué más, tras un berrenchín de unos días, debería ponerse contenta también. El delito, como al Dioni, la catapultará hasta lo más alto. Dicho con palabras de ella misma, que yo le he oído pronunciar -lo juro- en una emisora de radio, a "la cima de la cúspide de la cumbre".

En otro diapasón, hay que decir que se están alcanzando niveles de abyección difícilmente imaginables por el más optimista malaúva antiespañol de ésos de la leyenda negra. Decía Valle Inclán que España es una deformación grotesca de la civilización europea. Dice ahora Juan Risaco  Condobrín que es un fracasado esbozo de la cultura marroquí.

El día que escribo esto, los diarios dan la noticia, con ilustración incorporada, de la instalación en el museo Reina Sofía de "la escultura Hombre y mujer", de Antonio López García, en la que, según cuentan, ha trabajado el artista durante más de treinta años. Quien no la haya visto, debería verla. Ningún termómetro mejor para medir la abominación de la desolación a que se está llegando. Trátase de un señor y una señora en pelotas, en pie y brazos caídos, hechos en  no sé qué material innoble, pero, en cualquier caso, según las fotos en color, de una textura realmente repulsiva. El desnudo es un género pictórico y escutórico que, en este segundo territorio, tuvo ya obras cumbres en la Grecia clásica. Pero esto de López en el Reina Sofía no son dos "desnudos", son dos "en cueros". Si tú, lector, contemplas "eso" y lees lo que dice el fabricante de los desangelados ninots -que ha tardado treinta y cinco años en hacer lo que, por todas las trazas, es un vaciado de dos canijos; que ha llegado a la conclusión de que ya era hora "de decir basta y, si falta algo, que falte" (la verdad es que al tipo parece que le falta el ovalado izquierdo); que "yo -el López- he cambiado en este tiempo, y eso se refleja en el hombre. En ella me quedé en 1973, y por eso tienen cierta diferencia de carácter"...- Si lees eso, luego se haber contemplado a los homínidos en posición de firmes y enterarte de que le han costado a REPSOL, que los ha donado, ciento noventa millones de pesetas, te entran deseos irreprimibles de preguntarle al "artista" -como le llama, no sin cierta buena voluntad, El País en primera plana-, si ha hablado en serio. Y como resultará que sí y que a la entronización de ese dos de bastos malformado ha acudido el Jefe del Estado y señora de Borbón, como republicano, te regocijarás desde lo más hondo a lo más epidérmico -¡les han hecho hacer el indio!- y brindarás por mejores tiempos para el país; es decir, por aquéllos venturosos en que España sea España y deje de ser La Españeta.
 

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Pero yo titulé este texto Los nefastos porque pensaba hablar de otros hispanos distintos de los que hasta ahora he mencionado: unos que son -fueron- los culpables de que el campo de la novela española haya llegado a ser lo que es hoy: un estercolero, en el que los plagiarios son famosos; tipos como Vicent, Umbral, Rosa Montero, Almudena Grandes, Javier Marías y Vázquez Montalbán personajes alcurnes, y Muñoz Molina y Cebrián, académicos de la Lengua.

En contra de lo que pudiera decir cualquier interesado en ocultar sus carencias, el mayor enemigo de la novela española que todavía solemos llamar de posguerra no fue la censura. Era tan burda, tan torpes quienes la practicaban, que se la soslayaba fácilmente. Por otra parte, sus consignas estaban tan claras que nadie podía llamarse a engaño: era fácil tirar por otro camino que el que ellas marcaban. El ejercicio de eludirla aguzaba el ingenio. Pocas obras se dejaron de publicar por causa de la censura. Es mucho más sutil la censura de hoy, que existe, pero de la que hablaré otro día. Ahora sólo diré que ella sí está dejando muchas obras, mejores que las que se publican, en la cuneta.

Desde mi punto de vista, habría que poner en primer lugar a dos editores: José Manuel de Lara (Planeta) y Carlos Barral (Seix Barral), cada uno por distinta causa y cada uno con su o sus cómplices. El presidente de Planeta impuso un comercialismo ramplón, enemigo de la imaginación y de la inteligencia, y contó con la inestimable ayuda de los que se llamaban "lectores", con Rafael Borrás Bertríu a la cabeza. Este hombre asimiló como nadie la "doctrina", que dicen impartió la señora de Lara, de que había que escribir para porteras. Desde su puesto cuspidáneo en la editorial -luego en Plaza y Janés- cerró el paso a todo cuanto le sonaba siquiera vagamente a intelectual, a profundo, a rico en ideas y calidad literaria. En su torno, pulularon escritores mediocres como Enrique Badosa, Mercedes Salisachs, Tomás Salvador y otros que completaron la faena.

También Seix Barral, con gran predicamento editorial en aquel tiempo, cerró el paso a la verdadera literatura, para imponer, pues para eso le pagaba -según el propio Carlos Barral confesó en sus Memorias- el Partido Comunista de la Unión Soviética, el realismo social, con el que creyeron que iban a socavar los cimientos del régimen y los que socavaron fueron los de la literatura. Como lugarteniente de Barral y nefastísimo por antonomasia, el crítico José María Castellet, que llegó en su delirio realista a rechazar Cien años de soledad y dejar fuera de una antología de poesía española del siglo XX a Juan Ramón Jiménez.

El realismo exacerbado de Camilo José Cela, que se llamó tremendismo, hizo un daño tremendo -como era su obligación-, especialmente, y como es lógico, entre los tremendistas, que fueron casi todos los novelistas de los últimos cuarenta, cincuenta y primeros sesenta, que no se quedaron en el costumbrismo. El tremendismo sólo dio frutos aceptables en la obra del propio Cela, especialmente en su primera obra, La familia de Pascual Duarte, pues luego degeneró en simple realismo costumbrista, como el dominante, pero adobado en una orfebrería idiomática que el que pudo imitó hasta la empachera.

Algunos críticos -Manuel Cerezales, Antonio Valencia, Fernando Gutiérrez, Masoliver, entre los de periódico; Baquero Goyanes, Benítez Claros, Juan Luis Alborg, entre los universitarios- empezaron a clamar contra semejante estado de cosas, y - no es que acudiera a su reclamo, pero, como si así fuera- surgió un grupo de novelistas como Carlos Rojas, Andrés Bosch, Antonio Prieto, José Tomás Cabot, José Vidal Cadellans, Manuel San Martín, yo mismo, que pugnamos por un tipo de novela de mayor calado intelectual, más novedosa en la forma, imaginativa, culta y universalista. Incomprensiblemente, se opuso a nosotros la más joven e influyente crítica universitaria, que además contaba con una mejor vehiculación editorial: los Santos Sanz Villanueva, Gullón jr., Indurain jr., Sobejano y Soldevila (por cierto que a este último lo he incluido en esta misma revista -n_ 37-38, enero-marzo 2000-, con evidente ligereza e irresponsabilidad, en un "grupo de críticos adocenados y más o menos abiertamente venales", lo que no se corresponde en absoluto con la verdad y de lo que me retracto avergonzado). Creo que en el posicionamiento de estos autores tuvo mucho que ver otra "nesfastez", aunque no personal: me refiero ese virus dañino que es la progresía: un progre es todo aquel que dice lo que cree que hay que decir, defiende lo que cree que hay que defender, ataca lo que cree que hay que atacar para presentarse como progresista. Por nuestro culturalismo, en nuestras obras había una profunda espiritualidad, religiosa o no, confesional o no, y esto, desde el punto de vista de la Oda al tractor, que era lo "que había que" defender entonces, resultaba  rechazable.

M. Asensio Moreno

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