Medio siglo largo de narrativa excepcional

En los prodigiosos últimos años cincuenta, precursores de una década en la que se habrían de precipitar -en el sentido químico del término- los valores de un espacio histórico excepcional, a pesar de las dos crueles guerras que lo estremecieron, uno de los grandes y más significativos escritores de esa época, Raymond Abellio, enriquecido por las profundas reflexiones que las situaciones límite procuran, escribió en su profética novela Los ojos de Ezequiel están abiertos - uno de los monumentos literarios que entonces aparecían casi a diario y a los que a nadie se le occurría calificar de obra maestra, como ahora se hace a cada momento con las cagadas de Marías y el De Prada, la Grandes y la Montero , el Umbral y el Gala, el Cebrián y el Muñoz Molina... ¡Serán hijos de su madre!-, escribió que, “cuando el cambio de los tiempos esté próximo, sólo habrá tres clases de personas con los ojos abiertos: los santos, en sus celdas; los jefes comunistas dignos de ese nombre, asímismo en sus celdas, y los novelistas, que estarán en cualquier parte. Los primeros pertenecerán a Dios; los segundos, al diablo; los novelistas serán de propiedad disputada”. Léase esto en su literalidad, léase simbólicamente, da lo mismo. El caso es que, en este cambio de los tiempos, en este principio de siglo y de milenio, los santos se inmolan en lucha desigual contra el monstruo del egoísmo de los ricos de corazón duro -en el Africa negra, en Latinoamérica, en Asia, en los Balcanes, como misioneros y misioneras o como miembros de organizaciones laicas no gubernamentales. Los jefes políticos, de derechas o de izquierdas, con sus compinches los poderosos dueños de la información manipulada y de los medios de producción de riqueza, se erigen, alimentados vampiramente de la sangre de los pobres, en dueños del planeta. En cuanto a los escritores, se dividen en dos clases: los sometidos al sistema y los independientes, libres y sacrificados que, como diría Nietzsche, no son hombres, son destinos. A ellos les toca recuperar -y así lo intentan- el sentido del testimonio, del compromiso, del mensaje, unos conceptos que sólo a los corruptos, venales y vacíos, se les puede ocurrir decir que están periclitados, cuando es el momento de la centuria en que la humanidad desorientada más los necesita. ¡Periclitados! Se han perdido de la vista de muchos, han sido exiliados del mundo de la cultura, que no es lo mismo. O, lo que es peor, se han sustituido por la componenda, el negocio y el espectáculo.

Quienes cumplimos los veinticinco años en la década de los cincuenta, esto es, quienes bebimos en los manantiales del existencialismo –un humanismo-, creíamos firmemente en todo aquello del mensaje, el com­promiso, la literatura y el arte como medios para influir en una sociedad que nos parecía injusta y vacía y, por lo tanto, de trans­formación del mundo. Como consecuencia de todas estas creencias, pensábamos que un escritor, un artista, estaba para algo más que para ganar dinero, y que, como había dicho Sartre, "si la literatura no lo es todo, no merece ni una hora de esfuerzo. Eso es lo que entiendo por compromiso. Se consume si se la reduce a la inocencia, a cancio­nes. Si cada frase escrita no resuena a todos los niveles del hombre y de la sociedad, no significa nada. La literatura de una época es la época digerida por la literatura”.­

Fue la "generación del medio siglo" la que le preparó el terreno a la ùltima generación comprometida de la centuria, la de los cen­tauros del 68, quienes demostraron, como ha dichoVictoria Sendón, que se podía hacer una revolución sin que fuese forzosamente marxis­ta. Todo cuanto vino después a ocupar el primer plano de la atención social y ha sido representativo del momento es lúdico, como corresponde a una sociedad esencialmente hedonista y consumista, cuyos representantes -que, en este terreno, ya no son los artistas, los escritores, sino los galeristas y los editores- no tienen otros objetivos que los comerciales. García Márquez es lúdico. Tras la lectura de Cien años de soledad , el gran best seller de los tiempos inmediatamente posteriores al 68, no queda otra sensación, en el mejor de los casos, que la de haber pasado un rato divertido, gracias a una imaginación fabulosa y a un bello estilo. Nada que haga reflexionar sobre el hombre, la sociedad, la naturaleza o la historia Y, como es natural, lo mismo ocurre con los imitadores del colombiano. Y lúdicas son la pintura y la escultura que se ha hecho al dictado de la máxima postmodernista del "todo vale", a partir de la década de los setenta. Y la consigna es fabricar, de cara al eventual comprador, una imagen del creador que haga el producto vendible. Más que como artistas -palabra que para noso­tros implicaba, y no me importa pasarme de solemne, la posesión del "fuego sagrado"- se comportan esos "creadores" como agentes de rela­ciones públicas. Escriben o pintan por las mañanas y por las tardes mandan fotos y cartas, a la manera de los divos del star system , actuando al dictado de su agente o su marchand . No hay más que darse una vuelta por un certamen característico de este tiempo como ARCO -Feria de Arte Contemporáneo de Madrid-, para ver a los pintores convertidos en tenderos o en hombres-anuncio. Decía Hemingway que la mejor escuela del novelista era una juventud desdichada. Nosotros, que abrimos los ojos de la razón en medio de una interminable posguerra, nacional e internacional, no puede dudarse de que tuvimos esa escuela.

Repito -y no me cansaré de hacerlo- que el legado del siglo XX a la cultura se constituyó en su primera mitad y hasta mediados de la década de los sesenta. Des­pués, vino la quiebra, en la que todavía estamos, y de la que sólo se salvan personalidades aisladas, que ciertamente se enraízan en una tradición, pero que cada vez se ve menos claro que formen parte de un todo o, siquiera, un algo coherente, con signatura epocal; que com­unican, a través de su obra, la sensación de llevar en sí mismas el germen de la vida y de la extinción, la certidumbre de que lo que aparentemente les siga será otra cosa , en modo alguno consecuencia de lo por ellas realizado. Son como voces de náufragos que han tenido suerte. Los/as vedettes actuales, imágenes-cangilones del circuito , carecen de sentido y de dimensión. No es que no apunten a ninguna trascendencia, es que ni siquiera se trascienden a sí mismos, ni siquiera plasman en sus obras "solas superficies sin misterio", en la acepción de Robbe-Grillet, que, a fin de cuentas, y no a su pesar, suscitaban un misterio esté­tico, por consiguiente, una trascendencia estética. ¿Quién se lo negaría a Dans le labyrinte , Les Gommes , La route des Flandres , Le maintien de l'ordre , L'emploi du temps o La Modification ? Estas son obras de arte; las de aquéllos, simples "historias", casi siempre hasta mal contadas.

Se señala como una de las características de la posmodernidad la presencia agobiante de los medios de comunicación. Pienso que todos los watergates sumados, al menos en nuestro país, no compensan el daño que esa abrumadora presencia está produciendo en el ámbito cultural; no por otra razón que el hecho de que la informa­ción de la cultura, que es cosa considerada "menor", sobre todo si no se emplea como apoyo logístico de las ventas,­ está en manos, cuando no de incompe­tentes, siempre de servidores del sistema. Y unos y otros son quienes, creyendo catapultar a héroes, no lanzan sino a bufones. (Nuestra sociedad, y en su nombre los portavoces de su opinión, fabrica bufo­nes porque los necesita, para sentir que ha subido siquiera un pelda­ño en la escala zooló­gica.) Que los bufones ocupen el lugar de los héroes es una de las grandes tragedias de la cultura contemporánea; como lo es que el público haya llegado a creer que los mejores escri­tores son los que más veces ven en el televisor. ¡No! Esos son los bufones. Los serios están en sus celdas, reflexionando sobre los desconchados.

Pensando alguna vez sobre la que se llamó –ahora no se habla de ella, aunque sigue estando ahí- "polémica de las dos culturas", he llegado al convencimiento de que su médula es extrapo­lable al divorcio existente, en el seno mismo del campo de que aquí tratamos, entre humanistas verdaderos y bufones. De hecho, en todo ámbito cultural, incluidos los de la cultura científi­ca y aun de la tecnológica, hay humanistas y no humanistas. Y en ámbitos pertene­cientes sociológicamente a "las artes" y "las letras", lo mismo. Quien emprenda su tarea -teoría cosmológica o novela, puente o cua­dro- pendiente sólo del beneficio, en dinero o fama, que le va a reportar, sin implicar en ella un sentido ético superior, no pasará el rasero de lo vegetativo o animal, aunque sea en elevada manifes­tación. En el campo de las bellas artes, lo estético se sobre­pone a lo ético, y lo ético de lo estético es hacer, mediante cada obra, nuevas revelaciones, levantar una esquinita del velo de Isis y dejar asomar una partícula del misterio. No todo, porque dejaría de serlo.

En el aspecto de la forma, la lucha de los novelistas españoles que en los años 60/70 constituyeron el grupo de la “novela metafísica”, fue sobre todo contra el realismo mostrenco, como puede verse en nuestros escritos teóricos, poco o nada atendidos -para su desdicha histó­rica- por la crítica más influyente del momento -Conte y epígonos-, incluida, incomprensiblemente, la universitaria. Para que no se me olvide: Sobejano, Soldevila, Amorós, Sanz Villanueva, Darío Villanueva, Hipólito Esteban Soler y otros chorlitos posteriores, como Ignacio Echevarría, García Posada, Ramón de España, Belmonte, Basanta, Gracia, Goñi, Pozuelo Yvancos, Guelbenzu, etc.

SUPERFICIE Y UNDERGROUND

Es muy grave lo que ha venido sucediendo en el ámbito de la novela española en los últimos cincuenta años, por causa del triunfalismo profesional de los sustentadores de una dictadura que no ha decaído en su vigor, sino todo lo contrario, con el advenimiento de la pseudodemocracia. Acontece que la literatura verdadera se ha visto obligada a buscar refugio en edito­riales modestas, que hacen tiradas lógicamente exiguas, y en revistas del underground , mientras que las editoriales que poseen un más eficaz aparato de difusión y, a su servicio, los medios de comunicación más podero­sos, y por razones no siem­pre comprensibles ni mínimamente justificables, están empeñados en "lanzar" únicamente a los escritores que se han avenido a hacer un tipo de literatura basada en el oportunismo de unos temas coyun­tura­les o más o menos escandalosos, lo que ha llevado inclusive a algunos de ellos, en principio serios, a cultivar un género de nar­ración que unos han llamado "de consumo" y otros "de circunstancias"; todo ello en perjuicio de la auténtica novela y de unos escritores responsables que no se han avenido a descender a los sótanos de esa subliteratura. Desconcierto de los lectores y desencanto de los verdaderos escrito­res son dos de las consecuencias de esta situación. Es muy grave que el consumismo haya alcanzado el ámbito de la difusión de las ideas, por causa de unos editores, como José Manuel de Lara y Jesús Polanco,­ y unos medios de comunicación que le hacen coro; al primero, por sus “gracias”, tan noticiables según el criterio de los chimpancés; al segundo, porque es el dueño o el vigilante de casi todos ellos. No recuerdo si en las Máximas o en las Conversaciones con Ecker­mann , dijo Goethe: "El mayor mal de este siglo es la lectura de periódicos". Me pregunto qué diría aquel espléndido ejemplar de la raza humana ante la situación presente.

La de la defensa de la verdad, señaló Colin Wilson, es una de las corrientes mejor discernibles que corren por la gran literatura del siglo XX, esto es, digo yo, la que se hace en la franja ecuatorial de la centuria. El verdadero novelista actual, que es heredero de quienes la forjaron, se sabe un desplazado, un outsider , precisamente porque busca la verdad en un mundo ( tout court ) y en un "mundo de las letras" cuyos dirigentes no procuran, por medio del doblepensar (término feliz de Orwell), sino la ofuscación que conduz­ca, como meta suprema, a la suprema imbecilidad de los lectores.

En la correspondencia que mantuvo conmigo hasta su muerte, pero sobre todo durante el quinquenio 1962-1967, que precedió a nuestro "descubrimiento" del teléfono, Andrés Bosch glosó más de una vez su definición predilecta de la novela -"vida posible fingida"-, añadien­do aquello que luego constituyó el meollo de la teoría que sustentó nuestro intento, en plena vigencia del realismo social y del realismo costumbrista, de ampliar los horizontes de la novela española, ha­ciéndola más novedosa en su forma -no sólo en lo referente al len­guaje, sino también, y sobre todo, en el modo de presentación de la realidad-, más imaginativa y más intelectual: "lo superficial, lo inme­diato, lo anecdótico, en una palabra, el mundo que está a mano, interesan, al igual que los elementos novelísticos -per­sonajes, ambiente, argumen­to, diálogos, etc.-, sólo en cuanto pueden dar pie para expresar universales". Lo cual nos deja a las puertas de la novela metafísica , a la que ya me he referido. Ahora únic­amente quiero decir que, con esta idea, en la que asimismo estábamos Carlos Rojas y yo y sin duda algunos otros -aunque no se manifestaran de modo beligerante como nosotros tres-, como José Vidal Cadellans, Manuel San Martín, José Tomás Cabot, Antonio Risco y Alfonso Albalá, no queríamos inducir que el novelista hubiese de convertirse en un filósofo. Más bien todo lo contrario. Desde nuestra posición de inadaptados, veíamos el mundo y la vida, como los outsiders ­ de Wilson, con mirada pesimista. Y no podía ser de otra suerte, si queríamos ser leales con nuestra genera­ción. Sobre la base de tal pesimismo, rechazábamos cualquier tipo de pensamiento que pretendiera ascender, por peldaños de tomas de posiciones caducas, hasta esas cosas elevadas que, precisamente por serlo, merecen ser abordadas con la máxima honesti­dad. La primera pregunta de la filosofía, escribió precisamente Wilson, no debería ser la pregunta acerca del Universo, sino la de acerca de qué debemos hacer con nuestras vidas”. Es decir, que la función del novelis­ta, que no es alguien que piensa para después escribir, sino alguien que piensa mientras está escri­biendo (con su propia sangre, como quería Nietzsche), no es construir un sistema coherente, sino plan­tear problemas, desentrañar la maraña del mundo e intentar la sal­vación del arte, que es el único instru­mento con que cuenta para ayudar al hombre transformando el mundo. Ahora, a tantos años de distancia de aquella aventura que emprendimos un ilusionado grupo de jóvenes escritores que queríamos que España fuese literariamente Europa, en este momen­to y lugar de la historia del arte y de la literatura -de las artes-, momento del tránsito a otros siglo y milenio, cuando, como he dicho en mis libros El soborno de Caronte y La novela española desde 1939: Historia de una impostura (Libertarias/Prodhufi) , la cadencia se ha vuelto monotonía; la manifes­tación, espectáculo; el estilo, imitación o des­concierto; la per­sonalidad, histrionismo; el compromiso, juego; el mensaje, propaganda; el valor, precio y la inspiración vacío, el destino del nove­lista outsi­der es el de conver­tirse en lo que, con término pedido prestado a la física, en su papel actual de cosmolo­gía, como asimis­mo decía en el mismo libro, podemos llamar una singulari­dad . Y ésta no es cierta­mente la mejor manera de atraer a masas de lectores, pues son muy pocos los capaces de oír ese crujido diamanti­no que únicamente se produce en la entraña más profunda y en el siempre único -aunque sea repetido- primer instante . Pero, el que tenga la fortuna de oír algo, sepa que puede tratarse de ese mensaje que se lanza cuando se ha dejado de creer en todo y no se puede creer ya más que en uno mismo. (Véanse también mis libros La novela española del siglo XX (Endimión), La gran estafa: Alfaguara, Planeta y la Novela basura (Vosa) y El País: la cultura como negocio Txalaparta).

En el mismo contexto de la cita que he aducido con anterioridad, decía Abellio: "Mi convicción es hoy muy firme. Los verdaderos activistas no pueden ser ya más que novelistas independientes”. Estas palabras, como las otras, como las expresadas por Vladimir Weidlé en Le abeilles d'Aristée , y por Camus en El mito de Sísifo- “ la verdadera novela tiene que ser novela metafísica” -, por Sarte y Simone de Beauvoir, por Gaëtan Picon, Albéres, Moeller, Grenzmann y tantos otros -algunos de los cuales nombraré en seguida-, da una idea más que aproximada de la conciencia que se tenía, en el medio siglo, de las posibilidades de la novela. Personalmente, y al igual, me parece, que mis compañeros, fui consciente del papel que le tocaba representar a los novelistas en aquel momento crucial que preludiaba la salida de una interminable posguerra (española y europea) y que habría de tener su punto cul­minante en el Mayo del 68. Y por eso, en muchas de las más de cien ocasiones en que hube de manifestarme -en conferencias o entrevistas- por causa de mi polémico libro Novela Española Actual , solía hacer la siguiente afirmación: "la novela es el arte del futuro; lo que no quiere decir que yo esté seguro de que, en el futuro, la novela será el arte del presente". Ciertamente, lo era, y conciencia de ello tenía Raymond Abellio, como también Albert Camus, Sartre y Simone de Beauvoir, Charles Moeller, René Marill Albéres, Wilhelm Grenzmann, Maurice Blanchot, Sherman H. Eoff, Maurice Nadeau, Colin Wilson y otros angry young men , los integrantes de la beat genera­tion , Aldous Huxley, por supuesto, Mariano Baquero Goyanes y Antonio Valencia entre nosotros, y algunos más. Y, ciertamente, ahora, tiempo futuro de aquel presente en que yo hablaba, la novela no es desde luego el arte del presente. En aquellos años, gloriosos para la novela, todos éramos cons­cientes de que se trataba de uno de los instrumentos más aptos para transformar el mundo. Maurice Nadeau lo expresaba así: "Por una evolución natural, la novela ha pasado de la descripción en­ciclopédica (del mundo o de las pasiones) a la apropiación moral, poética, filosófica o metafísica de este mundo por un individuo privilegiado: el autor", del que, "más que su creación , es su visión personal lo que nos importa, la expresión original y verosímil que, a través de su obra, nos da del universo y de las relaciones que man­tiene con él". En este principio de siglo, la novela que se ofrece al lector desorientado y desinformado -o desorientado por mal informado adrede- gira en torno a un subjetivismo intrascendente y hasta frívolo, en el que si hay algo que remotamente se pudiera llamar contenido en un sentido estético, se ofrece desde la descripción, no desde la entraña de los problemas, como hicieron hasta los novelistas sociales -tan débiles literariamente como ensalzados por los nefastos críticos ya mencionados- del medio siglo.

NOVELA Y NOVELAS

Entiéndase cuanto vengo diciendo, no en un sentido absoluto, sino en relación a la novela española y su discurrir gua­dianesco a través de la historia de la literatura. Porque, si exceptuamos a un Baroja, un Valle Inclán, un Unamuno, un Pérez de Ayala y hasta, optimistamente, algunos escritores de tono menor que les acompañan dignamente -y aparte un genio aislado como Ramón Gómez de la Serna-, ¿qué tenemos aquí que se pueda comparar con tantos grandes de la novela europea y americana del siglo XX, ésa que yo afirmo que dio sus mejores frutos antes del ecuador del siglo, en el propio ecuador y en unos pocos grados de "latitud sur"? Basta una relación de autores y de títulos para que quien tenga sensibilidad para la estética narrativa saque de la comparación sus propias conclusiones. Relaciono tomando a voleo de mis recuerdos, sin preocuparme de cronologías ni ordenaciones alfabéticas: Roger Martin du Gard: Los Thibault ; Louis Ferdinand Céline: Viaje al límite de la noche ; Marcel Proust: A la busca del tiempo perdido ; Virginia Woolf: Las olas , La señora Dolloway ...; Sinclair Lewis: Calle Mayor , Babbit ; John Steinbeck: Las uvas de la ira , Al este del edén , La perla , Tortilla Flat ...; Julien Green: Leviatán , Moira , Cada hombre en su noche , El malhechor , Varuna , El peregrino en la tierra ...; Evelyn Vaugh: Un puñado de polvo , Los seres queridos ; Constantin Virgil Gheorgiu: La hora veinticinco ; William Saroyan: La comedia humana ; Hermann Hesse: El juego de los abalorios , Narciso y Goldmundo, De­mián , El lobo estepario , etc., etc., etc.; William Faulkner: San­tuario , El ruido y la furia , Mientras agonizo , Las palmeras salvajes , ¡Absalón, Absalón! , etc., etc., etc.; Raymond Abellio: Los ojos de Ezequiel están abiertos , La fosa de Babel ; Georges Orwell: 1984 , La granja de los animales ; Graham Greene: Brighton, parque de atrac­ciones , El revés de la trama , El fin de la aventura , El poder y la gloria ; François Mauriac: Nudo de vívoras , Therese Desqueyroux , Genitrix , La farisea ...; Vasco Pratolini: Crónica de los pobres amantes ; Ernest Hemingway: Adiós a las armas , Por quién doblan las campanas , El viejo y el mar , El sol también se levanta , Tener o no tener ...; Aldous Huxley: Contrapunto , Un mundo feliz , El tiempo debe detenerse , Ciego en Gaza , etc., etc.; Luigi Pirandello: El difunto Matías Pascal ; Thomas Mann: La montaña mágica , Los Buddenbrook , Doctor Faustus , etc., etc., etc.; Jean Paul Sartre: La náusea ; Simone de Beauvoir: Todos los hombres son mor­tales ; Albert Camus: El extran­jero , La peste , La caída , El exilio y el reino ; Olaf Stapledon: Hace­dor de estrellas , La primera y la última humani­dad ; Max Frisch: Yo no soy Stiller ; Ernst Jünger: Las abejas de cristal , Heliópolis , Los acanti­lados de mármol ; Marguerite Rochefort: El reposo del guerrero ; Mar­guerite Yourcenar: Memorias de Adriano , etc.; André Malraux: La condición humana , Los conquis­tadores , La vía real ; Georges Bernanos: Bajo el sol de Satán , Diario de un cura rural , La alegría ... Henri de Montherlant: Las muchachas , El demonio del bien ...; F. Scott Fitzge­rald: El gran Gastby , Hermosos y malditos , El precio era alto , etc.; John Dos Passos: Trilogía USA , Manhattan trans­fer ...; Italo Svevo: La concien­cia de Zeno ; Franz Kafka: El proceso , El castillo , La metamor­fosis ...; André Gide: Los monederos falsos ; Nikos Kazantzaki: Cristo de nuevo crucificado , Alexis Zorba , La última tentación , Libertad o muerte ; James Joyce: Ulises ; Henri James: Las alas de la paloma ; Washington Square , Otra vuelta de tuerca , Retrato de una dama ...; Henri Barbusse: El infierno ; Knut Hamsum: Pan , Hambre , Trilogía del vagabundo ; Charles Morgan: Sparken­brouke ; Robert Musil: El hombre sin atributos ; Lawrence Durrell: El cuarteto de Alejandría ; Jack Kerouak: En el camino , El viajero soli­tario ; Boris Pasternak: El doctor Ziva­go ; Günter Grass: El tambor de hojalata ; Michel Butor: El empleo del tiempo , La modificación ; Samuel Beckett: Malone muere , El in­nombrable , etc.; Claude Simon: La ruta de Flandes ; Henri Miller: Trópico de Cáncer , Trópico de Capricornio , etc.; Hermann Broch: La muerte de Virgilio ; Vladimir Nabokov: Lolita ; D. H. Lawrence: El amante de lady Chatterley , El arco iris ... Vintila Horia: Dios ha nacido en el exilio y Una mujer para el apocalipsis ... Para qué seguir con Oscar Vladislav de Lubicz Milosz, Eugene Zamia­tin, Charles Ferdinad Ramuz, Gertrude von le Fort, Carlo Coccioli, Cesare Pavese, Ray Bradbury, Leon Bloy, Robert Brasillach, Alain Robbe Grillet, Claude Ollier, Robert Pinget, Marguerite Duras, Na­thalie Sarraute, Antoine de Saint-Exupery, Truman Capote, Colin Wilson, G. K. Chesterton,...

Yo pregunto : quien haya leído La montaña mágica o Doctor Faus­tus , Contrapunto , El juego de los abalo­rios o Demián , A la busca del tiempo perdido , Santuario o Las pal­meras salvajes , El extranjero o La peste , Las uvas de la ira , Ulises , La metamorfosis o El proceso , El viejo y el mar , Moira , ¿cómo puede decir que Cela o Delibes son grandes escritores? ¿Qué habría que llamarle entonces a Thomas Mann, Hermann Hesse, William Faulkner, Albert Camus, Henry James, Franz Kafka, Marcel Proust o Julien Green? Si en un eventual artilugio medidor de los valores estético-litera­rios marcara 100 el Ulises , La montaña mágica , Contrapunto , El proce­so , Hacedor de estrellas o El juego de los abalorios ; 50 las novelas de François Mauriac o las buenas, no las alimenticias, de Graham Greene; 25 las obras del grupo del nouveau roman , del de los beatnicks o del de los angry young men ; 10 El cielo y la tierra , de Roman Gary, o El filo de la navaja , de W. Somerset Maugham, ¿que­daría sitio siquiera debajo del chisme, de la mesa, del suelo, para el realismo costumbrista de los castizos mentados, por mucho que lo expresen en esa orfebreía idiomá­tica tan del gusto hispano a lo que parece y que casi nada tiene que ver con las novela-obra-de-arte-literario, como estoy cansado de decir y nadie me atiende? (Ver mi Teoría de la novela , Anthropos). Y ¿qué decir de Gala y Umbral, tan en el siglo XIX, estéticamente, todavía, de Vicent y Vázquez Montalbán, de Guelbenzu, Marías y Muñoz Molina, que ignoran lo que es novelar, y de las nenas y los nenes posteriores con las abuelas y madres arribadas con retraso, más malos aún, incluido el académico guerrero, tan vendidos tramposamente? Estos y los que inmediatamente les preceden se pasan su burguesa vida, después de viajar en torno a su poco interesante ombligo y malamente intentar contar al mundo lo que han visto, piropeándose mutuamente, con permiso o al dictado del padrino, el director y la redactora jefe cultural, y el Posada, el Echevarría, el De España y de Ningunaparte, el Sanz Villanueva, el Basanta, el Conte y otros de cuyo nombre quisiera acordarme haciéndoles coro, llamándose unos a genios y megavendidos -en determinada acepción de este término, yo estaría de acuerdo-, autores de obras maestras y otras chorradas. ¡Serán desgraciados! Bien, sigamos...

Y, sin embargo, la novela estaba por aquel tiempo en crisis -¿cuándo no?-, o, por lo menos, así se decía. Y tal vez por ello hubo de producirse la cura de salud que supuso el nou­veau roman , que cumplió su papel a la perfección, como en poesía lo habían cumplido, un cuarto de siglo antes, el surrealismo, el dadá y otros movimientos afines: el sacrificado papel de todos los es­teticismos, que son los que hacen crecer los géneros, pero a costa de quedar obsoletos en una década. Es memorable, al respecto de este diagnóstico, el ensayo de Wladi­mir Weidlé Les abeilles d'Aristée , subtitulado Essai sur le destin actuel des lettres et des arts . Consciente de la situación precaria y amenazada de la creación artística en el mundo moderno, Weidlé quería negarse a explicar la situación por causas exteriores al arte -plástico o literario- mismo: sociales, económicas o políti­cas. Sin embargo, estaba convencido de que tampoco se podía elucidar la situación sin intentar penetrar, más allá de las apariencias, en lo que es más interior al arte que toda conciencia de arte. No creía en absoluto "que estudiar una enfermedad cuyas raíces se hunden muy lejos en la historia debiera repercutir en la condena de quienes la sufren y apartarse de sus obras en nombre de un retorno arbitrario -y siempre ilusorio, por otra parte- a formas periclitadas". Por el contrario, afirmaba estar seguro de que "las más grandes obras moder­nas son aquéllas en que la crisis se manifiesta más claramente, sin que su grandeza les impida, sin embargo, encontrarse a la entrada de un impasse o al borde de un precipicio. Nada podría cambiar tal estado de cosas, si no es la transformación espiritual de nuestro arte, del mundo en que vivimos". Que esto lo dijese quien pensaba respecto a la novela -género que aquí nos interesa-, que, tras haber gozado en la pasada centuria de una fortuna extraordinaria, "desde hace algún tiempo, sufre una crisis a través de la cual parece en­caminarse decididamente hacia su ocaso", no deja de tener su grandeza. Y no se olvide lo que he señalado hace unas líneas sobre el nouveau roman y su cura de salud, que, a mi juicio, dejó sentir, durante más de diez años, sus efectos beneficiosos. Por eso, vistas las cosas con la perspectiva de más de cincuenta años, puede decirse que Weidlé se equivocó, aunque cualquiera diría lo contrario a la vista de lo que, en términos generales, generalizados y dominantes, hoy se entiende en España por novela. Quiero pensar que este vendaval de basura es transitorio, aunque tenga aspecto de durar todavía unos decenios, por las razones que en seguida expondré. Pero diré todavía que el autor de Las abejas de Aristeo no tuvo en cuenta -quizá no pudo tenerlo- el cambio de paradigma estético propiciado por la nueva cosmovisión. Algo de lo que aquí, todavía, nadie se entera, y hasta a veces parece que no se quiere enterar. Lo español -se afirma, en actitud de defender el honor nacional- es el costumbrismo, el realismo, la caspa, la mugre, la pringue, la berza; esto es, Cela, Umbral, Gala, Miguel Delibes, el más representativo según todo el mundo menos yo, para quien el progreso es demoníaco y mata aves en nombre de su amor por la naturaleza; las marujas que Babelia empuja, el Moix, el Foix, el Muñoz Molina, el Marías, el Benítez Reyes, el Guelbenzu y tantos y tantos otros pánfilos -en todas las acepciones de la palabra-, ricos y famosos, y felices, como sus hermanos los poetas de la experiencia, porque el sistema los hace inquilinos permanentes de las listas de best sellers , y algunos directores de cine de su misma casta llevan sus historietas a la pantalla. Si una novela no huele a queso, a frito, a pies de cateto, a ajos, no solamente no es buena, sino que su autor no es patriota. Y vuelvo a por donde iba.

¿HAY LUGAR PARA LA ESPERANZA ?

En mi libro mencionado, que prefiero llamar Historia de una impostura , aunque éste sea sólo su subtítulo, “relato” cómo el sistema, levantando sobre sus propios escombros, terminó engullendo, gracias a sofisticadas técnicas de mercado y publicidad hacía nada desconocidas, la revolución. Es algo que se ha dicho muchas veces y se ha repetido más. No es del todo cierto. Es verdad que la revolución se contuvo antes de que alcanzara sus últimas consecuencias, pero, desde entonces, nada es igual. (Véase, si se quiere profundizar en este tema, el ensayo de Victoria Sendón titulado precisamente así, Ya nada es igual , en Heterodoxia , Tomo IV, nº 21, Madrid, enero-febrero-marzo, 1995, y otros trabajos concomitantes publicados por la misma revista desde su primer número. Yo no me puedo detener en esto).

Aunque me propuse hablar del pasado inmediato (glorioso) de la novela europea, de la que la española se apartó, fue apartada (porque en la preguerra iba por buen camino), no sólo por los autores que se olvidaron de que, ante todo, se trataba de literatura, sino por seres nefastos como los editores José Manuel de Lara (Planeta) y Carlos Barral, cada uno de ellos por una razón o sinrazón, el crítico José María Castellet y los que quedaron mencionados con anterioridad; aunque me propuse eso, no quiero dejar de expresar mi esperanza para el futuro, puesto que la corriente de la novela verdadera, constante aunque evolutiva, no ha cesado en ningún momento. Soy, sin embargo, pesimista. Con las técnicas de comunicación actuales, veo muy difícil el cambio, aunque no creo que ello deba inducir al conformismo ni a cesar en la lucha.

Al servicio de la auténtica novela del siglo XX, la que nos haría cumplir los criterios de convergencia con Europa, estuvo, vuelvo a repetir, el grupo de la novela metafísica: Andrés Bosch, Carlos Rojas, Manuel San Martín, José Vidal Cadellans, José Tomás Cabot, Antonio Prieto, Antonio Risco, Alfonso Albalá, cuyos componentes, aunque excluidos del festín y sin que los medios se ocupasen prácticamente de ellos, han seguido creando. Antes que ellos, no faltaron escritores que cumplieron -y alguno cumple todavía- con sus deberes para con la imaginación, la inteligencia, la cultura, la técnica del narrar verdaderamente del siglo, como José Luis Castillo Puche, Torrente Ballester, Álvaro Cunqueiro, Vicente Risco, Antonio Zoido, Núñez Alonso, Fernando Gutiérrez, Elena Quiroga, Ignacio Aldecoa, Fernández Santos; otros de la misma generación que los metafísicos, como Juan Goytisolo y Juan Ignacio Ferreras, ejemplos ambos, entre nosotros, del intelectual europeo, Martínez Menchén, Andrés Sorel, Miguel Espinosa, Alfonso Grosso, Marta Portal, José María Requena, Manuel Mantero, Víctor Alperi, José Asenjo Sedano, Aquilino Duque, Jorge Ferrer Vidal, Carlos Muñiz y, entre los de la promoción posterior, Vaz de Soto, Villar Raso, Martínez Cerezo, Antonio Enrique, Gregorio Morales, Miguel Ángel Diéguez, García Galiano, Sabas Martín, Pedro J. De La Peña , Morales Lomas, Antonio Hernández, Rodríguez Jiménez, García Velasco, etc

Pienso en las obras de los escritores de los tres grupos mencionados en último lugar, que tendrían motivos para desanimarse, como semilla. Y estoy convencido de que el sistema lleva en sí mismo el germen de su propia destrucción. Pero el dilema que se me plantea es el siguiente: en una sociedad como la actual, en la que todo depende del poder, que se obtiene con dinero y fama; del dinero que el poder y la fama procuran, y de la fama, que con dinero y poder se puede conseguir, ¿qué les cabe hacer a los que no disponen más que de su fidelidad a los valores de libertad, justicia e igualdad, sus manos, su preparación cultural y sus ideas, siempre sobre la base, claro, de la posesión de una poética personal o, siquiera, epocal, y una concepción del mundo? No se me ocurre otra actitud y acción que las trato de sostener y practicar yo mismo: hacer lo que puedan, luchar en todos los terrenos, no desfallecer ante la desigualdad que hay entre sus armas y las de los que pertenecen al sistema, no conformarse y señalar, denunciar, criticar, zaherir, burlarse de ellos, porque son ridículos además de incompetentes y desfasados, hasta que a uno, por lo menos, se le caiga la cara de vergüenza. El huevo dejado por este se convertiría en la espita por la que el agua limpia intentará precipitarse, terminando por derribar la muralla de inmundicia e infamia que rodea la fortaleza de los corruptos excluyentes. No dejar de esperar, aunque aparentemente sea contra toda esperanza. Volar por los mundos ideales con vocación de semilla de vilano. Unirse, para hacer fuerza, con otros espíritus libres. Comportarse, en fin, como para merecer ser un equivalente literario de aquel justo de la Biblia , cuya sola existencia habría podido salvar toda una ciudad.

M. García Viñó

 

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