Los nuevos géneros literarios ... o minipisos para el escritor mileurista
Se
me ocurre pensar que acaso estamos en nuestros días ante un dilema
literario que no cabría llamar nuevo sino con cierta presunción: ¿deben
los escritores jóvenes seguir las modas actuales o buscar nuevos
caminos?
Partamos del estado calamitoso de la literatura (en cursiva y en
minúscula) de estos tiempos. Por no ser redundante, no voy a recordar
aquí la impresión cierta de chapuza que ofrecen a cualquier observador
desinteresado la novela o la poesía actuales en España, pues huelga
completamente el decirlo, y más en La Fiera; en cambio sí puedo
subrayar otra circunstancia de más alcance y provecho, como es la sana
desorientación del escritor joven ante los géneros tradicionales.
Se habla de decadencia del teatro, de la novela, de la poesía…, pero
los más recientes o los menos convencionales de los géneros que hoy
existen –el cuento, el microcuento, el teatro breve, diversas parodias
o metadiscursos- parecen estar llenos de vitalidad, mientras los
convencionales son víctimas de un anquilosamiento propiciado por los
editores y los autores mediocres, a sueldo de aquéllos. Y si esto
parece cierto a grandes rasgos de estos generillos modestos y
adolescentes, ¿qué pensar de los posibles géneros de mañana o de pasado
mañana? Porque a lo mejor (o a lo peor) el narrador ingenioso puede
hurtar su originalidad al abrazo destructor de premios, agentes y
editores por el simple expediente de escribir su obra en géneros
desconocidos, al margen de cualquier convocatoria, certamen o colección
ya establecidos. Y porque, desde luego, ciertos géneros aún de moda en
nuestro artificial y desorientado medio español se han convertido por
sí solos en un verdadero cul de sac de la literatura, una vía muerta y
merecen ser olvidados en las historias de la literatura del futuro: la
novela policiaca, el novelón histórico, el revival del franquismo… (no
me refiero a las ventas, que pueden subir en función de la promoción y
del mero entretenimiento de un lector maleado por la televisión, sino
al verdadero progreso del género novela).
Me explico. Hace unas semanas tuve ocasión de asistir a un taller de
escritura para jóvenes organizado por un conocido escritor. Lo que allí
vi no me sorprendió demasiado hasta que, presentado un volumen
colectivo de cuentos por cada uno de sus autores, la editora del libro
allí presente ya no pudo más y exigió a los mejores cuentistas del
grupo su “próxima novela”, esgrimiendo una razón que, como profesor de
literatura, me puso los pelos de punta: “porque ya es hora de dar el
salto del cuento a la novela” (nunca viceversa). Esta frase me permitió
comprender primero que la organización del negocio del libro joven es
ahora parecida a la de las discográficas, que editan ahora –si es que
editan seriamente a alguien- en función de que suene como la Roxana, el
Juanes o el Jarabe de turno. Después pensé que el más ayuno de lecturas
literarias debería alarmarse ante esa exigencia o ante ese “salto”, que
presupone una jerarquía ya desmentida (Maupassant no es menos que
cualquier novelista de su tiempo; Rulfo no es menos Rulfo en El llano
en llamas que en Pedro Páramo, etc.) y –lo que es peor- un abuso
editorial basado en el siguiente silogismo: si el cuento es visto como
literatura menor porque da menos beneficios por ser un tanto
impublicable para los editores rancios, lo lógico es empujar al
cuentista naciente hacia más paginas y más dividendos, pues todos
sabemos que cuanto más grueso es el libro, más grande es la tajada del
empresario (editor es a veces una palabra demasiado generosa), y de ahí
esos descomunales ladrillos de novela histórica, folletín moderno,
poesía completa y otras frutas nocivas de nuestros días. De paso, todos
sabemos que cuando se publica por primera vez en España una obra de
éxito ya probada en su lengua original inglesa o francesa, ésta empieza
por publicarse en formato lujoso –sobre todo, el precio es siempre de
lujo- y acaba en versión bolsillo, reducida a sus auténticas
dimensiones. Y cualquier aficionado o principiante que haya enviado su
obra a uno de nuestros insignes príncipes de las prensas, habrá
recibido la conocida respuesta: “demasiado corto”, “¿no puede alargarlo
un poco?”, etc.
Pero vayamos al corazón del problema, que no es ni el tamaño de la
letra ni el grosor de la portada: se ha señalado muchas veces que los
males de la subliteratura comercial actual en España radican
precisamente en la necesidad de ganar dinero de algunos señores, bien
sean escritores que necesitan pagar sus facturas o empresarios que han
comprado una editorial sin saber qué cosa sea un libro, pero
deseosos de obtener beneficios. Una vez asentado ese principio, todo
cae por su propio peso: si la literatura es un negocio y el libro es
una mercancía, la librería o el kiosco son mecanismos de marketing y
distribución y el lector es el cliente. En ese funesto ambiente, los
géneros son divisiones empresariales: la novela es en cierto modo una
gran empresa tradicional que necesita saneamiento contable, el cuento
una industria ligera o una modesta empresa de servicios de mensajería,
limpieza o cosa similar y la poesía ¿un fracasado proyecto visionario,
como el cine en relieve o el motor de agua? Que se lo digan a Gamoneda,
que tuvo ayer –sorpresas te da la vida- un lleno absoluto en la
Universidad de Alcalá, sobre todo de adolescentes y ancianos.
No me preocupan ahora las distintas justificaciones de los interesados
en que este sospechoso negocio sobreviva: el mal escritor que apunta a
otros peores que él o que señala su chalet o su yate por toda
justificación, el editor que esgrime cifras de venta (y, según él, de
lectores), el político, el periodista o el profesor que reciben al
escritor de moda en la televisión o en las instituciones, el maestro
sindicado que aduce que ahora sus alumnos leen o la Comunidad de
Madrid, que ahora nos anuncia en TV que el 70% de los madrileños “ya
lee” (¿se refieren al anuncio mismo, que nuestros paisanos leen entre
eructos de palomitas?). En realidad, lo que importa
históricamente, aunque estemos en un tiempo sin conciencia de la
historia, es el progreso de la Literatura, no el vencimiento moroso de
las hipotecas de los escritores y editores con pisos en el centro de
Madrid o Barcelona. Ahora se me dirá que soy uno de esos apocalípticos
malhumorados ante el mundo tecnológico del futuro (que es el presente).
Diré sencillamente que no lo soy o, por lo menos, no en este momento,
porque mi punto de vista es otro: si reconocemos que el joven escritor
mileurista necesita un habitáculo, podemos proponerle la visita a un
piso piloto con vistas a un paisaje amplio y despejado, aunque su
compra no es llave en mano, sino con entrega en cinco, diez, quince o
más años. Es más, la zona ni siquiera está urbanizada, sino vagamente
arbolada.
Porque el negocio inmobiliario del futuro, la ciudad del mañana es una
urbe residencial llamada nueva literatura y sus barrios son los nuevos
géneros. Claro está que siempre ha habido avenidas en construcción y
géneros por inventar, a los que todavía no podemos ir en metro.
Precisamente ésa es la ventaja de ser el primero en ocupar el
territorio, que será uno quien cobre la plusvalía y quien decida el
trazado de la carretera y el lugar de las zonas comunes. Y los
apartamentos no tendrán las escasas dimensiones de los géneros
actuales, sino la amplitud que cada uno quiera darles, como si fuesen
viviendas de autoconstrucción, brillantes de futuro.
Quien haya seguido mi razonamiento se dará cuenta de las ventajas de
este sistema, que tiene ya muchos siglos: el escritor novel pondrá a
prueba su inventiva al concebir, no ya un argumento de ciencia ficción,
policíaco o amoroso que puede estar patentado hace décadas (las
denuncias por plagio se llevan mucho hoy día, y más después del Código
Brown), sino un material virgen, que él mismo acomodará a su nuevo
género o subgénero, y ya no existirá el problema de lo que está ya
inventado, que es casi todo; el nuevo cauce difuminará cualquier
parecido y, dada una coincidencia insalvable y un fracaso cervantino a
medias, siempre podrá deslizarse hacia la parodia quijotesca, con
inéditas posibilidades. Todavía mejor: en el mundo actual tampoco
tendrá que temer especialmente la competencia de los nuevos medios
audiovisuales, de los que su libro en proyecto puede ser una
alternativa más. Ni siquiera tendrá que enviar su obra a esos concursos
en los que antaño sus novelas, sus ensayos y sus cuentos quedaban
encajonados y olvidados por cualquier negro irresponsable. Pero, por
encima de todo, escapará de las pretensiones irresponsables de los
editores que, como los vecinos jubilados de una casa vieja, desean
imponer por encima de todo sus manías al recién llegado.
Por lo demás, los ejemplos de estos nichos no son muy abundantes, pero
menudean algo desde los años ochenta o noventa: pensemos en obras como
Mi siglo de Günther Grass o A History of the World in 10 1/2 Chapters
del inventivo Julian Barnes (1989). Del mismo Barnes poseíamos ya
Flaubert’s Parrot desde 1984, entre otras obritas destacables. Su
examigo Martin Amis ha pisado ya la farsa policíaca en varias de sus
obras. Entre nosotros, tenemos al incómodo y muy futurista Homóvil de
Jesús López Pacheco (2002), que coquetea decididamente con la escritura
electrónica como posibilidad narrativa, entre otras muchas hábilmnete
insinuadas en sus páginas, y al reigcidio de ahora mismo, el Manual de
literatura para caníbales de Rafael Reig (2006). Antes de todo eso, un
Augusto Monterroso o un Juan José Arreola plantaron sus banderas de
exploradores en la terra incognita del cuento sin cuento, de la falsa
crónica periodística, de las obras completas incompletas, del bestiario
demasiado humano, etc.
En realidad, no hay que ser un lince para descubrir mediterráneos
novelescos olvidados, pero a tiro de piedra de nuestras playas, casi a
modo de viejos inmuebles vacíos que pueden ocuparse sin escándalo. A
veces, basta con echar un vistazo a las novelas procedentes de fuera de
nuestras fronteras. Y para no soliviantar a nadie, recuerdo sólo dos
ejemplos: en la Gran Bretaña un famoso profesor de literatura inglesa
dio la campanada hace bastantes años con una serie de novelitas de
corte tradicional, pero en las que los especímenes protagonistas eran
profesores universitarios a cuestas con sus acostumbradas frustraciones
y perplejidades. Y entonces, ¿por qué no adaptar semejante esquema a
nuestra inefable universidad nacional, en la que el anecdotario bulle
de ejemplos si cabe más divertidos? O nos preguntamos qué pasaría, si
la cólera de un escritor español sentado se cebara con los clichés
políticos de la izquierda y los demócratas bienpensantes en una
imitación del mediocre, pero contundente, Michel Houllebecq.
Aun así, para el más imaginativo, sin necesidad de trasplantes, las
posibilidades son infinitas: crear un género de la (casi) nada, mezclar
géneros dos a dos, tres a tres, cuatro a cuatro; parodiar uno o varios
de ellos, parodiar las parodias ya conocidas, escribir falsa
historiografía o ensayo histórico a lo Barnes, reescribir la
historia-historia, la historia de la literatura, de la ciencia… O
convertir el plagio en un género en sí mismo, como sugería –sin
quererlo- José María Pérez Álvarez en una entrevista concedida a La
jornada (2-4-2007) sobre el atolondrado Bryce Echenique: “cuando
empiezan a salir plagios por todos los sitios digamos que se está
haciendo del plagio un género literario”. Hasta ese juego maligno que
describe el apodado Chesi puede servir como género, lo que convierte a
Dan Brown ¡en un gran escritor!
Si no se nos viene ninguna idea a la cabeza –ay del escritor al que no
se le ocurre nada-, siempre podemos abrir por cualquier hoja un libro
de uno de esos autores llenos de inventiva: un Juan Bonilla o un Reig,
por ejemplo, sin alejarnos mucho de las Batuecas. O un Bryce, si se
quiere, cuando no plagiaba y hacía divertidas no-memorias. O un
Cortázar, si deseamos revivir el tipo de complejidad intelectual –con
buen pulso narrativo y un estilo variadísimo- de los años sesenta
parisinos, aunque el tipo de relato del belga-argentino-francés hoy
sería demasiado profundo para un lector más alienado por los
parquímetros que por las piruetas en el vacío cortazarianas. Da igual,
en todo caso, pues lo que vale no es la originalidad pura, que ya
sabemos que no existe, sino el barniz del invento, la pátina del
reciente troquelado.
Del escritor inventivo salen muchas cosas, como han demostrado algunos
de los citados y es notorio por lo menos desde Quevedo: él nos enseñó a
redactar falsas legislaciones –véanse hoy el “Proyecto de ley para la
mejora literaria de España” del amigo Juan Risaco y Condobrín o las
columnas leguleyas de Reig en El cultural, a veces hilarantes-,
pregones, pronósticos o libros de autoayuda. Borges, que tanto leyó a
Quevedo, compuso su maravillosa Historia universal de la infamia, y su
contemporáneo Max Aub creó a un pintor inexistente para después
biografiarlo y montarle una exposición, o simuló una cáfila de malos
poetas que él antologaba armado de paciencia. El gran Vladimir Nabokov
concibió a un poeta que glosaba su canto en prosa y Borges a otro vate
que pedía un año a Dios para terminar su poema. Un Arreola nos coloca
frente a un joven Luis de Góngora que no sabemos si existió, pero que
reclama por cartas a su tío sus “alimentos”. Bastaría con imitar –desde
lejos, seguramente- al insigne jaliscense su tono de modesto periodista
de pueblo, en el que a veces bate nada menos que al gran Gabo. Roberto
Bolaño incluso sacó punta en sus cuentos al personaje del escritor
frustrado y del cuentista que vive de modestos premios. Y hasta el
novelista policiaco en ciernes, que ya ha visitado todos los urinarios
y callejones de casi todas las ciudades del mundo entre acordes de
jazz, aun puede repasar con ventaja al agudo Rubem Fonseca en busca de
geniales hallazgos, siempre que se avenga a no seguir casi nunca las
absurdas normas del género criminal, que sólo lo guiarán hacia el
fracaso a poco que trate de remedar los acertijos de Sherlock Christie.
De dar el paso, los obstáculos no son insalvables, pero sí temibles
para los más pusilánimes: editores enfadados, portazos, padres
decepcionados, novias/os abandonadas/os, diversas adicciones, lecturas
inútiles y gran número de pisos impagados, aunque sean de 55 metros y
en las colmenas de las afueras. Aunque si nos decidimos a vivir una
temporada a la intemperie, puede que nos sintamos mejor bajo las
estrellas que en esos cubículos financiados por editores de vía
estrecha, y a lo mejor hasta nos regalan una casa como colectivo
desfavorecido que seremos…
Frente a estas recetas, el salto de género a la fuerza puede ser un
salto en el vacío, que puede acabar como cuando a uno lo empujan desde
el trampolín, en especial en un gremio que no vive su mejor momento. Ya
no es cuestión de recordar que del poeta es casi imposible sacar un
prosista y del narrador no siempre nace un poeta. Ni siquiera ha sido
nunca fácil transitar de la novela al cuento, y al contrario, aunque en
cierto modo se parezcan. El cuentista que es verdaderamente maestro del
género puede no servir para escribir novelones, en especial si éstos
tienen que acomodarse a las hechuras editoriales de hoy y en España (en
realidad, esos vastos legajos ni siquiera son novelas, o por lo menos
no son novelas actuales, sino del siglo XIX, a la Dumas…). Aunque
siempre cabe el cuento transgénico, que crece como el zapallo
prodigioso. En serio, podemos preguntarnos si El perseguidor de
Cortázar hubiera podido agigantarse más hasta ser una novela de mil
páginas de esas de ahora. Seguro que no, pero poco importa ahora.
En realidad, el novelista o el cuentista que empiezan muchas veces ni
siquiera aciertan a elegir el mejor camino ideal para su creación: las
mejores obras de Carlos Fuentes acaso no son siempre sus más recientes
novelas, sino algunos cuentos de sus comienzos (Chac Mool o El que
inventó la pólvora, por ejemplo). Algo parecido sucede con el excelente
Aldecoa de relatos cortos. Pero la corrección de ese rumbo es una
empresa dura, apta para los años jóvenes y sumamente ardua para quien
ya se ha encasillado.
Sin embargo hay solución hasta para quien ya se ha entrampado en un mal
piso, con vistas a la autopista de la novela histórica, por ejemplo. Si
se trata de vender libros, siempre existen recursos para los más
imaginativos: acaban de matar a Gaudí y de resucitar al hijo de Franco,
¿por qué no asesinar a Picasso o a Dalí, que están como esperándolo?
Pero añadiendo primeras calidades, realismo mágico, historia ficción,
la cuadratura del círculo: el malagueño puede ser el verdadero
organizador de la conjura contra Kennedy y Dalí el hijo del Caudillo.
¿A que suena más coherente que un argumento de Ruiz Zafón o incluso del
Dr. del Oso?
Frente a esos inventos para pusilánimes, el más arrojado podrá apostar
fuerte y experimentar con drogas duras: bastará con reproducir de algún
modo la broma memorable que sacan a relucir tomos como el Manual del
perfecto idiota latinoamericano o el Comment parler des livres que l'on
n'a pas lus, en Les Éditions de Minuit. Incluso sacar punta a la
crítica de la crítica (nota al margen: véase Javier Marías, “La muy
crítica crítica”, El País, 2/10/1999, pp.17-18, contra Ricardo
Senabre). Es más, ¿por qué no publicar ya un Manual del perfecto
escritor idiota español, para escarmiento o solaz de los lectores no
tan idiotas, o incluso como modelo y ejemplo para los escritores torpes
del futuro? En realidad, ya es hora de instituir un Razzie de los
libros y quizás sea el magistrado Reig el más indicado para desempeñar
esas tareas que dejó olvidadas Bolaño con el humo de su último
cigarrillo. El premio podría llamarse Reigzzie© y entregarse cada
Navidad, como el primer gran fracaso de librería del año…
Sólo un apunte más: el caos cibernético permite ahora probar el
experimento sin gastar un céntimo en sellos para enviar nada a ignaros
editores o a improbables concursos. De ese modo, no sólo evitaremos
parecer ridículos personajes de un cuento de Bolaño, sino que además
burlaremos las rutas del mercado, no gastaremos papel ni emitiremos CO2
a la atmósfera. Ahora que los microcuentos ya no se envían en
engorrosas plicas, sino por SMS, es el momento de lanzarnos a la
galaxia web.
En suma, saludo al escritor de raza, capaz de instalarse en una caseta
de peón caminero o bajo un puente con tal de no pagar su cuota de IBI
editorial. Felicito al joven emprendedor que desprecie las hipotecas
editoriales y deposite su caudal de imaginación en un producto
financiero poco seguro pero de gran rentabilidad, ajeno a los vaivenes
del ruinoso ladrillo de la novela actual.
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