¿Una izquierda cultural?

Adrede he evitado hablar de "una cultura de izquierdas", pues sinceramente ignoro si esa expresión puede, en rigor, emplearse. He leído en algún lugar que la cultura, como tal, es neutra y que, en consecuencia, hablar, por ejemplo, de "cultura cristiana" –literatura cristiana, arte cristiano– no es científico. En cualquier caso, pienso que todo el mundo entiende qué quiere decir quien emplea semejante expresión: pretende hablar de una cultura nacida en el seno del cristianismo, de una sociedad cristiana, o, en el otro caso, de una cultura brotada dentro de un grupo social de izquierdas. Aunque también, creo yo, puede legítimamente considerarse de izquierdas o de derechas una manifestación cultural, en función de los presupuestos ideológicos por los que se respalda. En este sentido, pienso que nadie le negaría derechismo a la escolástica, al tomismo, ni izquierdismo a la contracultura o al existencialismo. Fue precisamente en el momento de mayor auge de este último cuando más se habló de intelectuales de izquierdas, incluso de intelectuales a secas y de su rol social, pues la palabra o, por mejor decir, el concepto, había nacido en el seno de la izquierda. Se trataba, y era evidente para cualquiera, de escritores –¿quizá también de artistas y de científicos?– comprometidos en cada instante con los problemas de la sociedad y con su solución más justa, más igualitaria y más libre. Desde esta perspectiva, ¿puede hablarse hoy en Espana de una izquierda cultural? No digo aparentemente ni sedicentemente de izquierdas, me refiero al compromiso en  la defensa de determinados valores.

La cuestión se me  planteó a raíz de un par de acontecimientos en los que intervine,  de los que luego hablaré, y de unas consecuencias de su forma de desarrollarse, que se revelaron con contundencia ante mí con una señal de alarma incorporada. Me estoy refieriendo naturalmente –insisto en lo dicho, aunque ahora emplearé otras palabras–, a una izquierda que se desenvuelve en el ámbito de lo cultural, como otra se puede desenvolver en el seno de lo sindical o, dentro del sindicalismo, de las profesiones del metal, la minería o cualquier otro ámbito. Más aún en el que nos ocupa, en el sentido en que es más abarcador, en el sentido de que engloba la causa del hombre y, en consecuencia, procura la transformación de la sociedad, como era la izquierda que, en los años cincuenta de nuestro siglo, representaban escritores como Sartre y Simone de Beauvoir, Camus, Malraux, etc. –y, por muchos nombres que escribiera, pienso que todos o casi todos serían franceses, algo que induce también a una cierta reflexión. Desde la Revolución Francesa por antonomasia –ha habido, como diremos en seguida, otras de nombre "revolución" y de apellido "francesa"–, todos los movimientos sociales, o socio–político–culturales, con la suficiente fuerza como para transformar la sociedad, incluso cambiar la historia, desde la Ilustración hasta el Mayo del 68, se han nutrido en su raíz de intelectuales franceses. Es un (feliz) destino histórico el de ese país, vecino nuestro, pero del que tanto nos separa en el terreno a que nos estamos refiriendo; un destino, digo, tal vez consecuencia de la psicología de su gente o del diseño de su historia o de ambas cosas. Con frutos universales, por lo demás; con consecuencias para el resto de la humanidad, aunque las cabezas cortadas en un momento dado, por ejemplo, fuesen las más cercanas. Aquí, entre nosotros, sin embargo, está claro que sólo producimos ejemplos –guerras carlistas, guerra civil de 1936/39– de barbarie tribal. No sé si los intelectuales franceses, los ilustrados como los que inspiraron el Mayo del 68, tenían en cuenta a la humanidad entera a la hora de sus planteamientos doctrinales. El caso es que éstos poseían tal carga de universalismo, que la Revolución Francesa divide la historia de Occidente en antes y después de ella, y el Mayo/68, digan lo que digan algunos, que parecen disfrutar recordando que el Sistema engulló muy pronto los logros de la revuelta –para mí, auténtica revolución–, cuando no se puede negar honradamente que, después de aquello, muchas cosas fundamentales ya no son ni podrán volver a ser como antes. Lo que hoy se piensa y, en consecuencia, se actúa en terrenos como el de los derechos de la mujer (feminismo), los derechos –derechos, sí– del planeta (ecologismo), de la pareja en relación amorosa (revolución sexual), del ser humano a la hora de decidir sobre su propia vida o, mejor dicho, su propia muerte (eutanasia), el pacifismo y su repercusión en la reforma o supresión del servicio militar, etc., es irreversible; representan conquistas del hombre  para la posteridad.

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El primer acontecimiento al que al principio me refería fue un debate televisivo, en el programa Negro Sobre Blanco, que dirigía Fernando Sánchez Dragó en la Segunda Cadena de TVE. El tema del dicho debate era una publicación underground, La Fiera Literaria, y se desarrolló entre tres escritores afectos a la misma –dos de ellos, militantes de Izquierda Republicana–, y otros tres que condenaban su existencia, sus contenidos y sus modos. Algo tremendo, desde mi punto de vista, pues esta actitud hostil por parte, insisto, de unos escritores, se basó en una defensa del liberalismo económico, de injustas posturas de exclusión por parte de las auténticas mafias que, en los terrenos mediáticos y de la edición, hoy funcionan en nuestro país y, prácticamente, en la negación del derecho a disentir por parte de los jóvenes –y los menos jóvenes– que respaldan la dicha publicación. Allí se llegó a decir, por parte de Luis de la Peña, que hacían muy bien los críticos del diario El País en silenciar la labor de la revista y sus fautores, "para no hacerles publicidad"; defensa, pues, de la mezquindad como actitud intelectual y negación de los derechos del lector a saber a quién han ido dirigidos los ataques –más de una docena ya– de los columnistas del mencionado periódico y de los críticos de su suplemento cultural Babelia contra unos presuntos resentidos, envidiosos, intrusos, delincuentes, etc. Ataques que, al parecer, sólo se hacen, puesto que nadie podía saber de quiénes en realidad se trataba, para propiciar un desahogo personal. Allí se llegó a defender, por parte de Juan Ángel Juristo, el derecho de los editores a ganar dinero como fuese, independientemente de su obligación de ofrecer unos productos culturales dignos, esto es, independientemente de que, como había señalado quien inmediatamente antes había hecho la denuncia –un servidor– que  se tratase de auténtica basura desde un punto de vista literario. Y allí llegó a negar Eduardo Chamorro el derecho del escritor a denunciar las contradicciones, las inconsecuencias de quienes pregonan una moral desde sus medios de comunicación y practican en sus vidas otra enteramente diferente. Somos bastantes los que tenemos el programa grabado.

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El segundo ejemplo se refiere a la actitud adoptada por determinados políticos de izquierdas, muchos de ellos cercanos al mundo de la cultura y, todos, denunciantes de la corrupción en cualquier terreno –es lógico– que se manifieste, ante la carta/denuncia que cuatro escritores –Victoria Sendón, Arturo del Villar, Juan Ignacio Ferreras y yo– enviamos mediante notario al presidente del grupo Prisa, que, hay que decirlo, aparece a la cabeza de las mafias mediáticas y editoriales a que antes me he referido.

Si razonada era nuestra carta a Jesús de Polanco, más lo era todavía aquélla con que la acompañamos a un grupo de políticos –Cristina Almeida, Julio Anguita, Pablo Castellano, Francisco Frutos, Alfonso Guerra, Fernando Morán, Rodríguez Ibarra y Nicolás Sartorius–, haciéndoles ver la importancia de su adhesión; adhesión que asímismo solicitamos a numerosos escritores y a los suscriptores de La Fiera Literaria. Ni uno solo de esos políticos respondió. Seguro que si, en vez de unos escritores comprometidos como nosotros, intelectuales serios que buscamos con nuestra obra algo más que ganar dinero y fama,  la hubiesen firmado algunos de esos Cela, Gala, Umbral, Muñoz Molina, Terenci Moix, Vázquez Montalbán, Manuel Vicent, Fernando Savater, Javier Marías, etc., tan auténticos bufones como malos escritores apoyados en una estética decimonónica, pero que relumbran en los medios y, consiguientemente, salpican con su lechosa luz a los políticos que se les acercan, se hubiesen adherido encantados, incluso si el tema hubiese sido un poco menos importante que el que nosotros poníamos sobre la mesa: las primas de nuestros seleccionados, las cuotas de pantalla de Gran Hermano o el cultivo de bonsais, por ejemplo. Personalmente, he sentido dolor ante la falta de compromiso de dos de los nombrados, a quienes tenía levantado un altar en mi corazón. ¿En quién puedo confier ya, Cristina Almeida, Nicolás Sartorius?

M. García Viñó

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