La página ideal de Muñoz Molina

En la clase de Crítica Experimental del Taller de Literatura del Centro de Documentación de la Novela Española , han introducido cinco novelas del académico Muñoz en la coctelera digital del Ordenador Central, al objeto de precipitar la que sería su mejor y más característica página. El resultado ha sido el siguiente relato del despertar del protagonista de El invierno en Lisboa.

Tendido, ofrecía una sumaria dignidad horizontal. Su aspecto era el de quien acaba de perder dos euros jugando a la petanca y teme los reproches de su abogado. Como todo el mundo cuando acaba de despertar, sintió como si llevara día y medio huyendo de un atracador mediocre que le había asaltado con descaro en la frontera con Portugal, sacando la lengua a los aduaneros. Se rascó las pelotas a una velocidad que parecía excluir la premeditación y el propósito de enmienda.

Abrió los ojos, como quien abre con petulancia la puerta de un urinario público, y miró a la izquierda, con el acaloramiento y la unción de quien acaba de comer un potaje, ignorando los buenos modales y haciendo escarnio de los camareros. En ese momento respiraba como quien espera en un restaurante climatizado a que le traigan la cuenta y se la traen en chino.

Miró a la izquierda, como quien teme ver acercarse una manifestación de obreros del metal con pancartas alusivas a las jornadas de seis horas. Y decidió levantarse, como el que decide hacer testamento sin tener nada que dejar. Como todo el que se levanta, supo que volvería a aquel sitio cuando ya no le importara.

Frunció el entrecejo y apretó las mandíbulas como el que acaricia a un animal salvaje temiendo no ser votado en las primarias.

Se echó abajo de la cama, como el que se tira a una piscina vacía y no quiere hacer ruido para no despertar a los niños de los vecinos. Y se palmoteó las nalgas, como el que pregunta la hora a uno que no tiene reloj porque está preparado para recibir un paquete certificado.

Avanzó hacia la ventana, como quien se dirige sin remordimiento a comprar una lata de bonito en aceite, después de haber cruzado el atlántico sorteando ballenas y cachalotes, y se asomó al exterior, como quien se asoma a un pozo para ver, sintiendo una sagrada sensación de inmanencia, las antípodas y, más concretamente, las olimpiadas de Sydney.

Sonó el teléfono como la patada de un borracho a un bidón lleno de hortalizas de contrabando y él lo miró como si del aparato pudiera salir una presentadora de televisión que al toser se cubriese la boca con el banderín de un juez de línea. Lo atendió, como si ingresara bruscamente en un cine vacío de manera irrevocable y extraña y dijo “diga” como sólo se dice a los treinta años.

Decidió volverse a acostar, cuando, como a todo el mundo le ocurre, ya no tenía ganas de dormir.

Redacción

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