Clama el profeta

A Mariam


Todavía quedan

muchos palestinos vivos,

oh, hijos de Sión.

Un  tiempo largo desterrándolos,
humillándolos,

encarcelándolos,

torturándolos,

asesinándolos,

masacrándolos

y aún alientan de vida.

 

Aún quedan muchos palestinos vivos

a vuestro lado.

Pretenden ser

los dueños de esta tierra,

porque nacieron de los que quedaron

luego que las caligas del águila romana

hollaran sus mieses, sus olivos,

sus tiendas y sus palomares.

 

¿A qué esperáis, hijos de Sión?

¿No oísteis el mandato de Yahvé?

Exterminadlos.

Que, si no, la furia del Eterno,

grande y terrible,

se cebará en vosotros.

 

En vosotros, que sabéis

-os lo enseñaron desde niños-

que los palestinos

no merecen vivir

en vuestros campos,

en vuestras ciudades…

¿A qué esperáis para exterminarlos?

 

Están mancillando vuestra tierra,

esa gloriosa tierra

que os dio Yahvé en heredad.

Yahvé que, aunque no existe,

puede aún ofreceros muchos campos,

muchas ciudades,

a Oriente y a Occidente,

y debajo del mar,

sobre las nubes

y más allá del horizonte…

Campos que manan leche y miel

y que son vuestros,

porque vosotros los robasteis,

dos veces los robasteis,

como Yahvé os ordenó,

por boca del profeta,

bendito sea Yahvé,

el Santo de los Santos,

aunque no existe.

 

Mirad y ved,

aun queda allí una mujer,

junto al pozo, bajo la palmera.

Lleva un hijo en su vientre.

Podéis matarlos a los dos de un solo tajo.

Arrastradla,

sacadle las entrañas,

sacadle al hijo que esperaba

y arrojadlo a los cerdos…

Porque vosotros no coméis cerdo,

pero los cerdos sí comen niños palestinos.

 

Y allá, en la otra orilla, un hombre

con las manos vacías,

porque la siega es vuestra,

el grano es vuestro

y las espigas

y el fruto de la vid. y del olivo.

Está famélico,

muerto en vida,

rematadlo de una vez,

que no mancillen sus harapos las laderas

del monte sacro de Sión.

 

Mirad, más allá todavía,

ese grupo de niños

que juega a orillas del Jordán,

sus breves pies chapoteando en los marjales,

entre los mirtos y las balsameras.

Para no mancharos las manos,

aplastadlos con vuestros carros de combate.

No temáis esas piedras  que os lanzan,

las piedras no hacen daño

si las tira una mano inocente.

 

Hombres, mujeres y niños

no son hombres, mujeres ni niños

si son palestinos,

oh, hijos de Sión.

Ni su dolor es dolor,

ni sus palabras son palabras

ni sus quejas son quejas

ni su llanto es llanto

ni sus heridas son heridas

ni su muerte es muerte…

Exterminadlos…

Borradlos de la faz de la tierra sagrada.

Obedeced.

Acordaos de la Ley de Moisés,

el siervo de Yahvé,

de los preceptos y mandatos

que os dio  el Señor,

el Santo de los Santos,

aunque no existe,

allá en Horeb,

por boca del profeta.

 

Obedeced, exterminadlos,

no sea que el infinito trueno de Yahvé,

grande y terrible,

venga sobre vosotros

para daros a todos  

y a vuestra tierra toda al anatema.


M. García Viñó

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