El eslabón perdido

En los años en torno a la mitad del siglo, dominaba el territorio de la novela española la estética (por llamarla de algún modo) del realismo social. Literariamente, fracasó desde el principio, pero, en 1962, hasta quien había sido su teórico, su panegirista y su apolegeta, el crítico barcelonés José María Castellet, publicó un ensayo dando el movimiento por liquidado y proclamando su fracaso. No rezó la palinodia. Dejó a todos en la cuneta. Abandonó sus trebejos proletarios. Y corrió tanto hacia la burguesía –de la que, realmente, nunca había salido–, que alcanzó a ser el primer conseiller de cultura de la Generalitat con Tarradellas.

La novela social sólo despuntó valores literarios en sus excepciones –Martín Santos, Caballero Bonald, Alfonso Grosso...–-, esto es, en quienes antepusieron la forma, la literatura, a lo que entonces se llamaba el mensaje. Estos estaban en el cotarro extraliterario que la sustentaba, pero su talento de escritores les hizo superar las limitaciones. Pese a todo, es cierto que, como escribió Castellet, como tal movimiento cesó en la fecha señalada.

Y, lo que es la historia, cuando no la historiografiamos los hombres: ese mismo año -1962- se publica una serie de novelas, de autores que no se conocía entre sí y, por lo tanto, mal hubiesen podido ponerse de acuerdo, que encierran una serie de características comunes, hasta en el talante de los protagonistas de sus obras. Sus autores eran Andrés Bosch, Carlos Rojas, Antonio Prieto, Manuel García Viñó, Manuel San Martín, José Vidal Cadellans, José Tomás Cabot, Antonio Risco y José María Castillo Navarro.

Esto fue señalado por M. García Viñó en su libro Novela Española Actual (1967) y acogido con aquiescencia por menos de una docena de críticos, mientras el resto –es decir, la mayoría–-, incluidos muchos que llevaban años clamando contra el exceso de realismo de la novela española, se volvieron en contra, lo que dio lugar a una polémica cuyos documentos –recortes de prensa en su mayor parte– seleccionados, extractados y comentados, le dieron más adelante, al citado García Viñó para un libro, Papeles sobre la "nueva novela" española (1975), de doscientas cincuenta páginas.

Quien no esté al tanto podría preguntarse: ¿qué defenderían estos nuevos autores para que una crítica generalmente tan bien peinada como la española se desmelenase? Defendían que un novelista auténtico es el que está en posesión de una concepción del mundo que se trasluce en sus obras. Pedían más imaginación para la creación novelística, y criticaban el chato realismo que aquí se practicaba. Y, puesto que entendían que la novela era una de las manifestaciones de esa bella arte llamada literatura en las preceptivas, sostenían que su forma tenía que ser tal que propiciara la creación de valores estético-literarios. ¿Es inteligible que, con estos planteamientos, quienes con más virulencia se opusiesen a fuesen profesores universitarios como Sobejano, Soldevila, Sanz Villanueva, Darío Villanueva, Corrales Egea, Amorós y Esteban Soler?

Los años sesenta están ahora de moda. Se recuperan canciones, acontecimientos, modas de aquella década, en verdad, prodigiosa; se recuperan a escritores foráneos, como los de la generación beat. Es para preguntarse por qué en España no se presta la menor atención a la novela de aquel periodo, en que también una nueva poesía desbancó a la poesía social y, en pintura, hizo crisis la no-figuración.

A ese movimiento, indudablemente renovador, de que hablo se le llamó  nueva novela o novela metafísica y, por causa de Andrés Bosch, realismo total. De lo (poco) que he dicho de él, quisiera que se retuviese lo referente a la afirmación de que la novela es un arte y, por lo tanto, su elaboración requiere, por una parte, imaginación; por otra, nuevas técnicas, nuevas formas de expresión que propicien la creación de valores estéticos.

Esto de que la novela es un arte y requiere imaginación creadora puede resultar hoy una afirmación perogrullesca; pero, en los sesenta, antes de que estallara el "boom" de la narrativa hispanoamericana, aquí había novelistas y críticos que lo negaban. Un tiempo después, ante el caudal de imaginación y arte que se produjo con las novelas de Sábato, Cortázar, García Márquez, Vargas Llosa, Juan Rulfo, etcétera, tuvieron que inclinar finalmente la cerviz muchos de aquéllos que, sin embargo, no habían echado cuenta a los metafísicos cuando reivindicaron, como se puede comprobar en las hemerotecas, a Alvaro Cunqueiro, Torrente Ballester, Vicente Risco, Castillo Puche, Fernando Gutiérrez y algunos otros, hasta entonces completamente desatendidos.

Pienso que, como me ha dicho en alguna ocasión Antonio Enrique, la novela metafísica constituye el eslabón que muchos jóvenes creadores, como él, echaban de menos, entre la narrativa más creadora de la primera mitad del siglo y la de ellos. Y, siendo así, es cosa de preguntarse por qué se repite actualmente, a la hora de referirse a nuestro reciente pasado literario, el fenómeno de su silenciamiento por parte de la crítica oficiosa. Se trató de un movimiento que quienes se comprometieron a su favor, como Antonio Valencia, Cerezales, Masoliver, Baquero Goyanes, J.J. Coy, Emilio del Río, Segado del Olmo, Paul Werrie, Emilio Cavatterra y un breve etcétera, dijeron que había llevado la novela española a alturas europeas. Pero, por encima de todo, fue un movimiento que existió e hizo correr muchísima letra impresa.

A un crítico muy influyente en la actualidad tuve ocasión de preguntarle recientemente el por qué de la conspiración de silencio. Me repondió que, por cuanto a él se refería, no hablar de aquel grupo de escritores era una cuestión de elecciones estéticas. Personalmente, no entiendo cómo puede rechazarse -y silenciarse- la novela metafísica en bloque. Aparte de que en ella se incluyen las obras de Carlos Rojas, Andrés Bosch, Tomás Cabot, que son las mejores de aquel momento... Aparte esto, una novela metafísica es, en principio, una novela como otra cualquiera, sino que está incluída en la producción de un autor que, en lugar de hacer cada libro como hijo de diferente padre, muestra –mediante los elementos novelísticos, sin disquisiciones extraliterarias– que a su Obra subyace una concepción del mundo y una concepción estética. Pero todavía entiendo menos que, en tratándose, no de crítica literaria, sino de historia -como es el caso de algunos cursos sobre novela española contemporánea-, se deje fuera lo que, guste o no, constituye un extenso capítulo de ella.

M. Asensio Moreno

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