Novela y convergencia con Europa

El otoño pasado, tuve que pronunciar la conferencia inaugural de unas Jornadas sobre Medio Siglo de Narrativa Andaluza, organizadas por la Asociación Andaluza de Críticos Literarios y el Ayuntamiento de Málaga. En el coloquio subsiguiente, el problema planteado por una estudiante de Filología llevó al profesor y novelista Antonio Prieto a contar una anécdota del tiempo en que era lector de español en Florencia. Una alumna vino a Madrid a pertrecharse de obras de Fernández Santos, para su tesis. No encontró ni una en tantas librerías cuyos fondos apenas suelen sobrepasar las mesas de novedades. Intervine para decir que lo mismo no hubiese ocurrido en París. Para un estudio sobre lo que ella llamaba "el círculo narrativo de J.P. Sartre", una chica a quien dí clases en el Taller del Centro de Documentación de la Novela Española  pudo traerse todo cuanto necesitaba de las del Boulevard Saint Michel.

El presidente Aznar puso en circulación el slogan "España va bien" y casi todo el mundo lo aceptó. Yo pienso,  por el contrario, que, en lo importante, en todo cuanto afecta a la cultura, va muy mal. En el campo de la novela, por ejemplo, en el que vengo luchando desde hace más de treinta años por poner la nuestra a la hora del mundo,  no cumple los "criterios de convergencia", anclada en la estética de un costumbrismo decimonónico. Ni parece en disposición de ir a cumplirlo. Para quienes aquí tendrían posibilidades de decisión u orientación, "ir bien" equivale únicamente a prosperidad económica. No hay más que ver las obras que se jalean y cómo tratan los medios de comunicación la Feria del Libro. Se siente vergüenza al ver con arreglo a qué escala se valora el mérito de los escritores. Se considera "triunfador", no a quien haya publicado la mejor novela, sino al que haya vendido más ejemplares. Y si se habla de "crisis de la novela", no se la está aludiendo como género literario en un momento de debilidad creativa, sino como objeto de cambio que no fluye convenientemente en el mercado. La problemática planteada en los 40 por René Guénon en Le regne de la quantité el les signes des temps, basándose en un desequilibrio en menoscabo de la calidad, no es nada en comparación con lo que ocurre ahora. Si se contempla el persistente costumbrismo antimodernista ya aludido, detectado como constante histórica por Juan Ignacio Ferreras en su España contra la modernidad, pocas esperanzas se pueden tener de que el panorama cambie. Quien se empeñe en que seamos literariamente Europa es mirado con recelo, cuando no ignorado, incluso por la crítica universitaria, que otorga todos sus plácemes a los que, como Delibes, Cela o Umbral, centran su interés en la España zaragatera y triste y no precisamente para criticarla. Frente a esto, lo único que se admite son los cultísimos contenidos aportados por la aguerridas mozas de nuestra novela -las Grandes, Etxeverría, Sánchez, Montero, Torres-, referentes a cuánto y qué bien se folla.

Yo, que siento y pienso de una forma enteramente diferente a la castiza, tengo sobre el particular una experiencia impagable. En 1967, publiqué un libro titulado Novela Española Actual, que fue tomado como un manifiesto y quizá lo era. En pleno imperio del costumbrismo, tremendista o no, y del llamado realismo social, yo pedía, señalando los ejemplos de unas obras que pretendían ser "otra cosa", más imaginación, mayor calado intelectual, una concepción del mundo subyacente y las consiguientes novedades técnicas y formales. Mi manifiesto, que suscitó una polémica tan grande que, recopilada en sus documentos, me dio más tarde para un libro de más de doscientes páginas, propició el movimiento literario que se llamó de la novela metafísica o del realismo total. Fui, por ello, borrado de la nómina de novelistas españoles. Manuel Mantero me escribió desde la Western Michigan University: "Has sabido ver la contingencia de la novela social y eso no te lo perdonarán". Y no me lo perdonaron. Durante un tiempo, con la ayuda de un par de críticos de prensa a la sazón influyentes, como Antonio Valencia y Manuel Cerezales; un profesor universitario, especialista en la gran novela europea y americana del momento, como Mariano Baquero Goyanes; tres novelistas con vocación universalista de la generación anterior, como Castillo Puche, Torrente Ballester y Álvaro Cunqueiro y, sobre todo, de un escritor europeo  residente en España, Vintila Horia, logré liderar un grupo -lo digo así porque así fue y testimonios de sobra hay- de narradores integrado en primer lugar por Carlos Rojas y Andrés Bosch; luego, por asimilación llevada a cabo por mí o por los comentaristas, Antonio Prieto, José Tomás Cabot y Alfonso Albalá y, mediante sus obras, pues ellos fallecieron por aquel tiempo, Manuel San Martín y José Vidal Cadellans. Cuando le conocí años más tarde, Antonio Risco me demostró que, por el mismo tiempo, él trabajaba ya en la misma dirección. Como lo estaba haciendo también Juan Goytisolo. Este grupo, según empiezan a reconocer y a pregonar estudiosos actuales de entre treinta y cinco y cincuenta años, especialmente a partir de la publicación en 1997 de un número de la revista Anthropos dedicado a mi obra en relación con la novela metafísica, representó para la novela española lo que el nouveau roman para la francesa, los angry young men para la inglesa, los antirrealistas para la alemana y la beat generation para la americana. Y es el caso que la revolución formal y contenutista que unos pocos pretendimos hace treinta y cinco años es ahora tan necesaria como en la época a que me he venido refiriendo. Aparte de que la novela española -lo que parecía imposible- ha caído todavía más bajo desde un punto de vista estético, las posibilidades de disensión y de reacción son ahora prácticamente nulas. La que se autodenomina con desvergüenza "industria cultural" maneja de forma tan apabullante el marketing, que al lector español no se le deja opción para elegir otro tipo de literatura, pues se le ha llevado hasta a ignorar su existencia. A los españoles que visitan librerías se les "obliga" a consumir -ni siquiera a leer, según las estadísticas- un tipo de novela enraizada estéticamente en el XIX y que aún entonces hubiese sido mala.

Cuatro escritores, espiritualmente vinculados a ese libelo genial que es La Fiera Literaria, en carta abierta dirigida a quienes consideramos integrantes y propulsores de una auténtica mafia editorial, hemos preguntado: aun estimando que el fin principal de un editor sea ganar dinero, ¿por qué, pudiendo hacerlo con productos dignos, lo hacen con basura? Y el caso es que hay críticos y, lo más incomprensible, escritores, que justifican esta situación. En un reciente coloquio televisivo, contra mis protestas en contrario, Juan Ángel Juristo y Eduardo Chamorro sostuvieron que, en una sociedad de libre mercado, las editoriales, que son empresas comerciales, tiene perfecto derecho a ganar dinero como les dé la gana. Y a silenciar -a esto se sumó Luis de la Peña- a quienes no pertenezcan a su cuadra. Sin pararse a pensar que en el caso entra en juego una mercancía muy especial, el libro, que es un vehículo de ideas y debe serlo también de valores éticos y estéticos. Como sostuvo en el mismo programa Juan Francisco Lerena, el marketing aplicado a los bienes espirituales no solamente es nefasto, sino muy peligroso para la salud de una sociedad.

En el coloquio a que me he referido al principio, Antonio Prieto, hablando de las ventas de los libros, preguntó: "pero ¿cómo voy yo a competir con Ana Rosa Quintana [entonces en primera línea de ventas]?" Comprendimos todos lo que quería decir y algunos nos quedamos aterrados. Digo yo ahora: ¿hay alguien, en el mundo cultural de este país, que caiga en la cuenta de lo terriblemente grave que es la realidad aludida en su pregunta por Prieto? Porque la cosa se traduce así: Antonio Prieto, experto teórico del género narrativo y competente novelista, no puede competir, en el terreno de su especialidad, con una advenediza que, por ende, resultó plagiaria, que, como tanta gente en España, con las bendiciones de editores, críticos y directores de medios de comunicación y de suplementos culturales, creen que novelar es simplemente ponerse a contar cosas, y no una actividad creativa, tendente a plasmar una obra de arte literario que, además de una serie de elementos conducentes a la creación de valores estéticos, exige que el autor se sustente en una poética personal y una cosmovisión.

Escritores y críticos como Guelbenzu, García Posada, Ignacio Echevarría, Rosa Mora, Molina Foix y otros colaboradores del suplemento cultural del diario El País, festejan siempre que tienen ocasión que ser novelista está de moda, porque da dinero y prestigio social. Es evidente que creen, como cualquier advenedizo, que novelar consiste en ponerse a contar cosas, ratificando su creencia con esa estupidez para uso de impotentes que pregona que novela es todo libro debajo de cuyo título se pueda poner la palabra novela. Ni muchísimo menos. La novela es una manifestación del arte -bella- de la literatura y requiere, como he dicho, desde la posesión de una poética personal o, siquiera, epocal, hasta una concepción del mundo subyacente al conjunto de obras de un escritor. Exige saber crear un tiempo y levantar un espacio. Y una adecuada forma de presentación de la realidad novelesca, entendiendo por adecuada la única e irrepetible forma de hacerlo en ese caso, delante del lector, con los necesarios bulto, consistencia y expresividad. Y el necesario juego de alusiones y elusiones. Y la aplicación de esa lente translúcida que sugiere objetos y personajes, situaciones, diálogos y paisajes, produciendo el extrañamiento sin el cual no hay valores estéticos, valores que no se sustentan en la belleza y armonía del lenguaje, que son valores que  pertenecen al orden de poético. Y una serie de elementos más que no están al alcance de esos presentadores de televisión, locutores de radio, economistas, artistas del folcklore, expresidentes de comunidades autónomas, directores  de cine, personajes populares en general, que se dedican a contar su servicio militar, su expericia de madre o abuela, sus mudanzas de piso, su jubilación, las vicisitudes de su asistenta -todo ello sin trascender, por supuesto- o cómo le fue a su familia en la Barcelona de los 70 o en el Madrid de los 80. En este orden de ideas, el "lector" español, que ya creía haberse enterado de lo más importante sucedido en el planeta, mediante la adquisición masiva del libro de Antonio Gala Ahora hablaré de mí: cómo el celebrado escritor adquirió un piso, cómo no fue capaz de obtener el carnet de conducir, por qué medios viajó de acá para allá, cómo se lleva con sus perros, etc., etc., se ha llevado la gratísima sopresa de que aún puede asumir, para su enriquecimiento espiritual, conocimientos aún más importantes, como los que le suministra el libro La Eva Futura, de Lucía Etxevarría, al que mezquinamente los críticos han calificado de ensayo, cuando es expresión de la más elevada filosofía existencial. A saber, que Lucía perdió la virginidad a los trece añitos; que solita ha descubierto que ser joven, guapa, tetona y cínica ayuda a vender libros, y que, como Mónica Lewinsky su famoso vestido azul, ella conserva la falda escocesa en la que se derramó el primer muchacho al que masturbó... Enunciados de alto contenido que la llevaron a ocupar los primeros lugares en las listas de bestsellers.

Aun sin necesidad de echar mano de pruebas tan contundentes de que vivimos literariamente en plena abominación de la desolación, como clamaba el profeta Daniel, hay que denunciar la culpa que tiene la critica literaria, con Rafael Conte, Miguel García Posada y Santos Sanz Villanueva a la cabeza, de que se haya llegado a semejante estado de cosas. A cambio del reconocimiento social por parte de editores y escritores, los críticos no se atreven a establecer la necesaria jerarquización. Los nombrados y sus epígonos, que hacen legión (Ángel Lasanta, Pozuelo Yvancos, García Jambrina, Juristo, etc.), descalifican la novela española actual en bloque, pero llegan al ditirambo cuando juzgan obras concretas. Ingenuamente, uno se pregunta que cómo es posible que de la suma de tantas obras maestras resulte un total tan deleznable.

De la falta de la necesaria jerarquización tenemos un ejemplo paradigmático. Arturo Pérez Reverte fue un reconocido periodista y es un aceptable articulista... Pero, como novelista, aparte de que se apoya en una estética obsoleta, sus novelas no pasan de ser obras de entretenimiento, es decir, muy poca cosa en el siglo de Heliópolis, Los ojos de Ezequiel están abiertos, La hora veinticinco, Dios ha nacido en el exilio, El poder y la gloria, Mil novecientos ochenta y cuatro, Las uvas de la ira, Thérese Desqueiroux, Leviathan, El extranjero, etc. En Europa, las novelas de Pérez Reverte, que nuestros críticos celebran como acontecimientos literarios, serían novelas de quiosco. Con la complicidad de los críticos más influyentes, que, estoy convencido, intercalan en sus críticas, por encargo expreso o tácito de los editores, frases desglosables, utilizables en la publicidad, se pregonan las excelencias de escritores tan del montón como Muñoz Molina, uno entre doscientos más que hay en España, con nada especial para haber sido el académico más joven de la historia; Juan Manuel de Pradas, Javier Marías, Molina Foix, Benítez Reyes... Autores de obras "maestras, únicas, importantísimas", según los críticos y, en ocasiones, según ellos mismos en indecoroso bombeo mútuo. Y uno vuelve a preguntarse ingenuamente: si de las paridas de esta gente dicen tales cosas, ¿qué adjetivos emplearían para calificar La montaña mágica, El juego de los abalorios, Ciego en Gaza, El proceso, Santuario, Los acantilados de mármol, Sparkenbrouke, Crónica de los pobres amantes o Hacedor de estrellas?

Tan de señalar como la ausencia de una escala de valoraciones respetable es la falta de denuncia y justa condena para auténticos crímenes de lesa cultura, como las demenciales "profecías" de Juan Manuel de Pradas sobre la novela del siglo XXI; como los anuncios a grandes titulares, por parte de El País, de que Javier Marías, con una recopilación de malos artículos sobre fútbol, "ha descubierto la épica y la estética del hombre común", esto es, digo yo, lo que no lograron los pobres Epicuro, Séneca, Pedro Abelardo o Gandhi; que Almudena Grandes gane un premio de literatura erótica, convocado por una colección hasta entonces prestigiosa, con una novela que ni siquiera es pornográfica, sino de casposo costumbrismo sexual; que los premios Alfaguara vayan a parar a empleados de Alfaguara; que un analfabeto congénito como Umbral, sin duda auxiliado por negros, disparate una semana sobre Freud, la siguiente sobre Einstein y otras más sobre Picasso, Joyce, Juan Ramón Jiménez o quien se le antoje, diciendo barbaridades que no diría un alumno medio de bachillerato...

¿Qué se pretende con esto? ¿Por qué, existiendo productos dignos, se intenta hacer negocio, y se hace, editando basura? ¿Por qué los mismos que publican a Landero, Tomeo, Llamazares y otros escritores serios, cuyas ventas, por causa del marketing de que disfutan otros, se dice que no llegan a veces a los mil ejemplares, se empeñan en inundar las librerías con piezas sonrojantes de Maruja Torres, Almudena Grandes, Rosa Montero, Elvira Lindo, Javier Marías, Guelbenzu, Antonio Gala, Molina Foix, De Pradas, Benítez Reyes, que los críticos del Círculo de Fuencarral han demostrado que no solamente están muy mal escritas, sino que están muy mal compuestas y hasta resultan risibles? Algo hay que hacer, sobre todo por parte de quienes tienen posibilidades -por tanto, obligación- de hacerlo. La esperanza no está perdida. Porque, como dice un proverbio rumano, las gallinas vuelan a veces más alto que las águilas. Pero las gallinas nunca alcanzarán las nubes.

M. García Viñó

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