Los redentores de la cultura

El pasado diciembre, se reunieron, en el Palacio de Congresos de Madrid, quinientos miembros de la Sociedad General de Autores y de la Fundación Autor (que cuentan en conjunto con cuarenta mil), para celebrar el Primer Encuentro de Creadores. Los objetivos, según las informaciones de la prensa (únicas a las que he tenido acceso, pues no pertenezco a tan noble élite), eran dos: analizar la problemática actual de los creadores y de la cultura y, segundo, propiciar un pacto social y, sobre todo, fiscal, para proteger e incentivar la creación. La experiencia de una larga historia proclama que lo que importaba realmente a los reunidos era, sin duda, lo segundo. Y a idéntica conclusión llevaría la siguiente consideración: si en este país de analfabetismo cultural generalizado hubiese cuarenta mil personas (a las que habría que sumar los periféricos, esto es, los no alineados con la élite, pero no menos creadores) preocupadas por los valores espirituales, no habría ninguna necesidad de que, para solventar problemas, se reuniese tan elevada cantidad de próceres.

José Antonio Marina y Vicente Verdú llevaron a cabo –y muy bien, según las muestras mediáticas– un diagnóstico de la situación. Las palabras de ambos fueron duras, extremadamente críticas, con los responsables de la que consideraron pésima situación, desde los propios creadores, "que ya no practican la provocación, sino la perversión", hasta los gestores de las empresas a través de las cuales la cultura o sus sucedáneos se vehiculan, los cuales se dedican únicamente a ganar dinero, aunque para ello tengan que enaltecer "estrellas enanas".

Para José Antonio Marina, la base de la creación la constituyen la novedad y la eficacia. "Crear, dijo, es producir intencionalmente novedades eficaces". Calificó la industria creativa como el timo de la estampita, vaticinó una "epidemia de creadores impacientes", dijo que a los españoles nos gusta más copiar y traficar que crear, siendo así que el gran proyecto creador de hoy requiere, "además de ese sexto sentido, esa agudeza que todo artista debe poseer para seleccionar sus ocurrencias", una gran dosis de paciencia, con el fin de librarnos "de la tosquedad y vaciedad que nos invade".

Teniendo a la vista un panorama más amplio que el ocupado por los creadores y los negociantes de la cultura, afirmó Vicente Verdú que "vivimos en un mundo sin rumbo, sin metas colectivas". Ciñéndose después al espacio acotado por las preocupaciones de los reunidos, se refirió a la "pornografía de la cantidad", que hace que la cultura flote "en la superficie de un caldo sin sabores fuertes"; señaló la pérdida del misterio en las democracias actuales, en las que todo está a la vista, y puntualizó: "la comunicación absoluta es el equivalente al progreso; pero la rápida circulación sirve igualmente a los mercados financieros y a los productos culturales"; criticó en los creadores actuales que mitifiquen, no el saber, sino el saber comunicar; que se produzcan como amantes de la fragmentación del valor, del todo vale, de la distribución antes que del arte, de la repetición de la imagen de marca, de la ingesta rápida. "Vivimos un presente discontinuo, tiempos en los que lo que manda es lo efímero, la representación, en la que todo pasa con el fulgor del espectáculo".

Ambos diagnósticos, como apuntaba al principio, me parecen perfectos. Pero también me parecen inútiles, desde el momento en que no señalan los focos concretos de los que surgen todos esos males tan agudamente señalados. ¿De qué sirven, verdaderamente, estas condenatorias generalizaciones, si no sólo no se descubre a los culpables, sino que se convive alegremente y hasta se colabora con ellos? A quienes vivimos pendientes de las palabras de los más sabios nos gustaría saber cuáles son, a su juicio, algunas de las estrellas enanas. Quiénes son los cultivadores de lo efímero, cuyas obras han permitido hacer el pesimista diagnóstico. En la obra de qué autores –sin duda los más– radican la tosquedad y la vaciedad que nos invaden. ¿Por qué no un ejemplo siquiera de timo de la estampita en el mundo de la creación, llevado a cabo seguramente por algún pornógrafo de la cantidad?

En los años cincuenta y primeros sesenta, por razones que asimismo eran extraliterarias, pero no económicas, como ahora, la novela española se vio invadida por una plaga de realismo costumbrista, con escasos o nulos resultados estéticos, que en modo alguno satisfacía a los doctos. Sin embargo, al igual que los actuales con la creación frívola, desalmada, fragmentaria, vulgar y vendida, los sabios de entonces condenaban el conjunto, pero ni de lejos se atrevían a señalar las individualidades, en cuyo mismo carro, muchas veces, viajaban. Resultaba, cuando menos, chocante, como resulta hoy, que la suma de tantos individuos magníficos ofreciese un total tan lamentable. Acusar a los culpables es lo que hay que hacer, lo único que cabe hacer para ser eficaces, para saltar no sólo de los síntomas al diagnóstico, sino también del diagnóstico a la extirpación del mal, a la curación. Porque supongo que no serán tan ingenuos como para pensar que, ante sus duras pero abstractas descalificaciones, los delincuentes, arrepentidos, vestirían el sayal y, cubriéndose la cabeza con ceniza, se irían al desierto a penar.

Las intervenciones de José Antonio Marina y de Vicente Verdú fueron, según los periódicos, largamente aplaudidas. ¿Podemos dudar de que, entre los que aplaudían, había numerosos "creadores" sobre cuyos comportamiento y obra se había basado el tan negativo análisis? ¡Pues claro que no podemos dudarlo!

En una situación como la descrita por ambos ponentes, si no se lleva el purismo al extremo, difícilmente se compensará tanta inmundicia. Por eso habría que empezar por decir que la existencia misma de la Sociedad de Autores, dedicada a velar por los intereses económicos de los creadores –legítimamente, nadie va a decir lo contrario, sino que el hecho les constituye más bien en algo parecido a funcionarios; resulta bastante significativo que un creador se sienta incentivado, no por la "mania divina", no por la necesidad de crear y de decir, sino por un beneficio fiscal, según el programa de la reunión–; la existencia e intervención de intermediarios administrativos en el campo de la creación, iba a decir, es contradictoria con la reivindicación, que pedía Verdú, del viejo artista, hecho de "amor a la belleza, de serenidad y de angustia".

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