Novelistas sin coartada

Uno de los novelistas más confortablemente instalados en el sistema de la industria cultural y, por lo tanto, menos heróicos, en el sentido abelliano, que ha existido nunca –para él, la literatura es un medio, no un fin–, Juan Manuel de Pradas, en un artículo publicado en ABC, hacía la siguiente manifestación, expresiva de una actitud ante el género novelístico que, por otra parte, no es privativa suya: la comparten muchos de sus colegas y compañeros de promoción: «Las nuevas tendencias artísticas imponen que los géneros de ficción se contaminen de verdad; y así los melodramas y comedias adoptan estrategias propias del documental, a la vez que las novelas entablan su juego de seducción entreverándose de ensayo y biografía». Semejantes manifestaciones que, en el fondo, no son sino una declaración de impotencia son discutibles, más aún, refutables en todas sus afirmaciones parciales.

"Las nuevas tendencias..." ¿A qué tendencias se refiere? "... imponen..." ¿Cómo que imponen! ¿Quién o qué puede imponer nada tratándose de una labor que es por definición libérrima, y que realizan personas también por definición absolutamente libres, creadoras e independientes?

Añadía que, para que las creaciones artísticas productos de esa imposición sean válidas, es preciso que se contaminen "de verdad". Pero, ¿es que el Quijote no es verdad? ¿Es que no lo son los viajes de Gulliver, las picardías de Lázaro de Tormes o cuanto ocurre en el París de Balzac o en el condado de Yoknapatawpha faulkneriano? ¿Es que, para quienes hacen tales declaraciones, sólo es verdad cuanto les  machaca sus rupestres sentidos y que, para colmo, la física cuántica ha demostrado que anda muy lejos de serlo? Cuando Robert Pinget pone a un hombre a buscar un papel durante trescientas páginas, creando valores estéticos de magnitud especial, como Kafka tras convertir en escarabajo a Gregorio Samsa, ¿está mintiendo? ¡Cuánta confusión mental, cuánta ignorancia acerca de lo que es la literatura en general y la novela en particular! Y está también el olvido o desprecio de la labor creadora, del parto artístico con dolor: la conmoción que ocasiona la irrupción en el cosmos de un nuevo ente, marginal a todo lo hasta entonces existente. Habría que interrogar a Poe, a Becquer, a Rimbaud, a Nietzsche, a tantos que pasaron temporadas en el infierno, nunca en hoteles de lujo.

Cuando el frívolo articulista se refiere a "tendencias artísticas", ¿qué querrá significar? Tendencia, en un contexto así, no puede ser más que un comodín historiográfico, en modo alguno utilizable para encajar una "jugada" en el presente ni, mucho menos, para señalar la configuración de otra futura.

En un momento de sequedad cultural, de crecimiento cero en el orden de la novedad y de la exigible permanente renovación –siempre desde la base, por supuesto, de un asentamiento seguro en la tradición– de las artes, declaraciones de principios como las que comento causan pena y desolación. ¿A dónde va la literatura del siglo XXI, que ni siquiera es capaz de cimentar una prolongación epigonal de la grandiosa que produjo, en todos los géneros, el XX?

Cuando los supuestos novelistas hacen dejación de la imaginación o, peor, que es lo que yo pienso que ocurre, carecen de ella y tienen que echar mano de materiales existentes y diariamente presentes en los periódicos, los informativos y los documentales, están negando la esencia misma de la novela, incluso la etimología de la palabra que la designa. Desde el Quijote a Cien años de soledad, pasando por Los hermanos Karamazov, A la busca del tiempo perdido, La montaña mágica, las creaciones balzacianas y de Faulkner antes mencionadas, Las uvas de la ira, La primera y la última humanidad, Universo de locos ,La comedia humana, Ciudad o Sirio, Otra vuelta de tuerca, Los acantilados de mármol o Las abejas de Cristal, La náusea, Todos los hombres son mortales, El juego de los abalorios, La peste, etc., etc., la novela moderna ha consistido –porque no puede consistir en otra cosa–, dejando aparte ahora algunos temas, muy profundos de estética filosófica aplicada al género narrativo, en la creación de una realidad "otra", de un segundo mundo, parecido a éste, pero distinto, porque puede ser a la vez ideal y real. Evidentemente, crear algo así no está al alcance de cualquiera –por supuesto, no de quien se erige en copista o en documentalista o en cronista de las costumbres–, sino de quien tenga, además de imaginación y fuerza creadora, capacidad para crear un tiempo y levantar un espacio. Lo que sin duda no poseen quienes se ven obligados a creer, por instinto de defensa, que novelar no es más que ponerse a contar cosas. Para colmo ocurridas, no inventadas.

Tengo una concepción del novelista, partiendo de mi idea de que si hay algún artista al que le cuadra el concepto de demiurgo es al creador de (auténticas) novelas, mucho más profunda que la, tan superficial y profesional, que se tiene hoy. En lo intelectual y en lo artístico. Desde ella, me arranqué hace tiempo un pensamiento metafórico, que no tengo empacho en afirmar que es la más alta valoración que se ha hecho nunca de la obra de arte. Ni quise hacer entonces ni quiero hacer ahora profesión de platonismo. Simplemente, se trata de que parto de mi convencimiento de que las grandes concepciones armónicas del espíritu humano, como la teoría platónica de las ideas o el sistema astrológico, aunque se demostrase su falsedad, seguirían siendo válidas para expresar, simbólicamente, grandes verdades o simplemente una gran belleza. Es sabido que los físicos teóricos empiezan valorando las teorías por su belleza y armonía. Lo que expresé, sobre el armazón, lógicamente sólido, de la teoría de Platón, fue lo siguiente: "Las obras de arte tienen sus propias leyes, su propia justicia, su verdad particular; su armonía, su lógica interna, su estructura que les pertenece y no puede pertenecer a ninguna otra obra más. Estructura no visible, sino invisible; y aparente a fin de cuentas tan sólo, hasta en sus rasgos más característicos. Como la eclíptica, que no es la órbita del sol y, sin embargo, como tal se dibuja sobre las estrellas. Invisible, incatalogable, engañosa inclusive para su propio artífice. Y es que las obras de arte, como las obras de amor, se diferencian de los demás objetos en que, al tiempo de estar siendo materialmente creadas, está teniendo lugar el nacimiento de su arquetipo en el mundo de las ideas. Arquetipo sólo existente en potencia en la realidad trasmundana. Reflejo de un reflejo es la obra de arte, como la obra de amor. Y artista, o amante, en cada caso, quien acierta, al hacer su obra, con la única e irrepetible ordenación.

M. García Viñó

Arriba