Civilizaciones y culturas
El primer ministro italiano, Silvio Berlusconi, no estuvo afortunado ni, mucho menos, oportuno cuando habló de la superioridad de la civilización Occidental. Salir hablando haciendo comparaciones que agravian, en un momento en que las susceptibilidades están a flor de piel, los ánimos encrespados y las ofensas reales o aparentes en primer plano resultó torpe y hasta temerario. Especialmente por causa de la confusión, interesada o simple producto de la ignorancia, que aflora en las conversaciones o manifestaciones de muchos, de los musulmanes en general con los fundamentalistas islámicos terroristas, porque ni siquiera se puede decir con verdad que todos los fundamentalistas del Islam sean terroristas, aunque el fundamentalismo no sea en sí un factor precisamente positivo.
Las palabras de Berlusconi, insisto, productos sin duda de una falta de serenidad imperdonable en un dirigente político, fueron insensatas, pero, una vez que están sobre el tapete, llevan a pensar, entre tantas que se vienen pronunciando o escribiendo desde que se produjo el terrible atentado de Nueva York, en el lío bastante considerable que nos estamos haciendo con los conceptos de cultura y civilización, disculpable tal vez en el lenguaje coloquial, pero perturbador cuando se escribe.
En el caso de la civilización, pienso que no cabe hablar siquiera de superioridad ni hacer comparaciones, pues para ello tiene que haber al menos dos términos en presencia, que no es el caso, dado que, en el momento histórico presente, sobre el planeta Tierra no hay más que una civilización, la de hechura occidental, que han aceptado de buen grado árabes, africanos de diversas etnias, chinos, japoneses y otros pueblos asiáticos: el mundo entero, en suma.
Teniendo en cuenta una serie de definiciones y descripciones fenomenológicas esparcidas por manuales de sociología, filosofía de la historia y de la cultura y antropología, se precipita –en el sentido químico del término– una diferenciación de cultura y civilización que casi nunca tenemos en cuenta en el lenguaje coloquial. Ni tampoco en el mediático. La sociología, por ejemplo, partiendo de una bien aparente distinción entre los intereses primarios y secundarios del ser humano, considera la civilización como el reino de los secundarios, esto es, de los utilitarios, los que son medios para conseguir ciertos fines. En tanto la cultura la contempla como la esfera de lo primario, esto es, de aquellos intereses que tienen para el ser humano un valor último y, por lo tanto, son fines en sí mismos.
La cultura, como antítesis de la civilización, dicen Pavel y Maclaver, "es la expresión de nuestra naturaleza en nuestros modos de vivir y pensar, en nuestras relaciones cotidianas, en el arte, la literatura, la religión y las diversiones y placeres". Civilizatorio es, por el contrario, "todo mecanismo y organización que el hombre ha ideado en su esfuerzo por controlar las condiciones en que se desenvuelve su vida", en resumen, todo lo que es tecnología, científica o social, económica o política.
Bien, pues, partiendo de que las cosas son así, ¿se puede negar que todos los factores secundarios o utilitarios, todos los elementos civilizatorios que hoy "funcionan" en el mundo son de cuño occidental? En Alemania como en Egipto, en Argentina como en Sri Lanka, desde la organización del estado y el ejército, desde la democracia y la economía política, desde la cinematografía, la televisión y los periódicos, hasta los automóviles, los aviones, los relojes, los transistores, los barcos, las gruas y un larguísimo etcétera, todos son inventos occidentales e incluso, en el caso de los instrumentos, maquinarias y aparatos, y salvo en casos como el de la bien asimilada tecnología japonesa, prácticamente también de fabricación occidental. De hecho, en este orden de ideas, Japón se presenta como occidental. Quizá les resultara útil a los intelectuales de pueblos no occidentales, de ninguna manera menos capacitados que los de aquí, reflexionar sobre por qué ha sido así, por qué sigue siendo así.
¿Habrán influido las culturas en el derrotero que, en un momento dado de la historia, tomó la correspondiente civilización? Aplicar al desarrollo de los pueblos la fábula de la cigarra y la hormiga sería sin duda exagerado, pues todos los pueblos necesitan por fuerza de su pragmatismo para seguir existiendo. Pero forzosamente ha tenido que haber un momento en que, en una cultura que es –o fue– tan heredera del helenismo y la romanidad como la nuestra, algo ocurriese para que se frenara en el avance de lo que es puramente civilización. No conozco la historia del Islam como para sacar conclusiones irrebatibles, pero sí me parece advertir una cierta falta de capacidad para llevar a cabo lo que, en tiempos de Juan XXIII y su Concilio Vaticano II, aquí se llamó aggiornamento. Porque, en principio, la Iglesia, que tiene un innegable poso fundamentalista, se ha enfrentado, por considerarlos pecaminosos, contrarios al orden de la Creación o simplemente opuestos a la doctrina escriturística, a verdades científicas como el heliocentrismo o la evolución de las especies, o a adelantos morales o técnicos como la igualdad de la mujer, los anestésicos o el control de la natalidad. De hecho, no ha sido con su entusiasta beneplácito como en nuestra sociedad se han implantado dos de sus mayores logros: el sufragio femenino y el estado laico. Pero, a la larga –a veces, muy a la larga: "aquí pensamos en siglos", cuentan que dicen en Roma– ha sabido asumirlos, salvando lo fundamental de su doctrina. ¿Quizá en el ámbito del Islam no se tiene en cuenta, o no lo suficiente, que el Corán se escribió en una época determinada y puede ser deudor, en aspectos no esenciales, de ese contexto histórico?
Tal vez un experto en eso que se llama psicología de las pueblos pueda explicar las razones por las que la filosofía que nació en Grecia tomó en Europa el derrotero que, con hitos en Kant, Descartes, Voltaire y tantos otros, posibilitó aquel suceso revolucionario que llamamos la Ilustración, absolutamente decisiva en orden a esa desdivinización, y correspondiente humanización. En cierta medida, y por lo que acabo de decir, Occidente se ha desdivinizado, si bien ello no ha constituido una completa solución, puesto que se ha buscado otros "dioses", quizá menos sanguinarios, pero no menos destructivos. Dejar de religarse a un Trascendente a quien nadie ha visto y nunca se ha manifestado, para religarnos al prójimo y a la naturaleza, sería un gran logro si, al propio tiempo, no hubiésemos inventado otras religaciones tanto o más perversas. A fin de cuentas, ¿quién se atrevería a diagnosticar, en la dramática situación presente de globalización del horror, acerca de cuál es el más culpable? ¿El fundamentalismo religioso o el fundamentalismo económico?
M. García Viñó
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