Teatro: ¿placer o castigo?
Estoy
empezando a salirme de los teatros y la cosa me preocupa como el
síntoma de cualquier enfermedad: ¿me estoy volviendo intolerante,
apática, estúpida, o simplemente estoy gagá? Quizá. Que conste que
estoy dispuesta a arrojar sobre mí toda la culpabilidad. Pero lo cierto
es que me estoy saliendo frecuentemente; cada vez más frecuentemente,
mientras todos los demás de la sala quedan quietecitos, obedientes y
sumisos, bien porque aquello les guste, ¡faltaría más!, o porque nos
hemos convertido en unos espectadores muy comedidos, respetuosos,
excesivamente tímidos o simplemente aborregados. El que puedan decir o
sospechar de nosotros que no entendemos porque somos unos pardillos y
nos falta iniciación o curiosidad intelectual, nos aterra. Hay que
aguantar, quedarse hasta el final, aunque mentalmente contemos los
minutos y hasta los segundos por vernos libres. Lo que digan o
piensen de nosotros nos preocupa tanto, y sobre todo nos resulta tan
humillante que nos puedan considerar poco preparados, que aguantamos
carros y carretas. El pateo, no existe¡ por favor! Los abucheos, menos,
y el salirse en mitad de una representación, una falta de consideración
y de respeto. Aguantamos, los que aguantan, estoicamente venciendo el
sueño, el hastío o la repugnancia, y después, cuando todo ha terminado,
sonreímos indulgentes como si tuviéramos que perdonar la falta de unos
niños impertinentes a quienes, no obstante queremos, y hasta llegamos a
aplaudir con cierto entusiasmo.
Y la cosa, sigue.
Pero yo, ¡ terrible síntoma! opto por marcharme y estoy empezando seriamente a considerar no asistir a según qué espectáculos.
Sí; sé que me estoy volviendo intolerante, cicatera, posiblemente
añeja, maleducada y casi subversiva, porque actúo ya sin esa corrección
que hoy día se exige a cualquier espectador que se precie.
Pero es que, lo siento, estoy harta, aunque sé que no debería estarlo,
pues da la casualidad de que gran parte de lo que me indigna y me
incomoda, es fruto de la genialidad de la que yo, tristemente, carezco.
Lo que me pasa pura y llanamente es que estoy resentida por no poder
hacer esas funciones tan talentudas y originales. Sí, tengo que
reconocerlo, pero... no puedo evitarlo.
Pero insisto, estoy harta de que tanto mis sentidos como mi pobre
intelecto, se sientan agredidos e insultados; y porque yo no voy al
teatro para ninguna de estas cosas:
-
Para
escuchar un texto incoherente, mal enhebrado, mal dicho, sin un mínimo
interés, y ante el que me siento como si asistiera a una reunión
infantilizada, de coleguis de Instituto, aunque el autor esté muy
acreditado.
-
Para
ver, por ejemplo, como se destrozan los versos del pobre
Shakespeare dichos en sujetador y bragas( ellas) y en
calzoncillos (ellos) y al parecer, no muy limpios.
-
Para sentir náuseas viendo vomitar en escena así, porque sí, y como si se tratara de un placer intenso y por sí mismo.
-
Para sufrir una sarta de agresiones verbales.
-
Para
quedarme sorda a golpe de mortificadores decibelios o que se me ponga
al borde de la histeria con ruidos insistentes y exasperantes.
-
Para que se me tenga que sacar, medio gaseada (¡a saber qué demonios echaron!) de un simulado oficio de tinieblas.
-
Ni para sentir asco. Físico, me refiero. El otro, el existencial, lo justifico, comprendo e incluso comparto.
-
Ni
para sentirme cegada porque me han arrojado inmisericordemente a la
cara, todos los focos, o por el contrario, para quedarme
completamente a oscuras, sin poder saber siquiera dónde estoy.
-
Ni para asistir a happenings agresivos o molestos.
-
Ni para que se me tome el pelo.
-
Mucho menos, para sentirme utilizada como un pobre ratón de laboratorio.
No. Para eso no.
El teatro es y debe ser un placer intelectual al que puede accederse
por diferentes caminos: la inteligencia, cuando la hay, es amplia y
variada.
Todo, menos un castigo.
¿O sí?
Quizá en este mundo sin pecadores y sin pecados lo merezcamos como niños malos, despistados y obtusos.
¿Quién a estas alturas no es culpable?
Arriba
|