Acriticismo
Es impensable el
trabajo que les queda a los futuros historiadores de la Litertura
Española, cuando se enfrenten con las novelas perpetradas en estos
años, digamos, desde 1980 a nuestros días. Y todo, porque no van a
encontrar ni un solo texto orientador, es decir, ni un solo texto
crítico.
Partamos de que nunca ha existido una crítica objetiva; de que siempre,
sobre todo en nuestro país, lo ideológico, lo moral y hasta lo
político, se ha sobrepuesto a lo literario; en una palabra, a lo
estético. Aun así, es posible reconocer que el canon se ha ido formando
a pesar de todo. Sobrarían los ejemplos: ni siquiera un Menéndez Pelayo
logró construir el canon de la literatura nacional, aunque hay que
decir, en su descargo, que nunca aceptó incluir en el suyo ningún tipo
de paraliteratura, infraliteratura o contraliteratura. Los olvidos
voluntarios y las omisiones, digamos casuales, han sido fáciles de
corregir a lo largo de los años. Pero llegamos al siglo XX y, antes de
su mediación, la guerra civil va a trastocar otra vez cánones y
parámetros. Los vencedores acabaron o intentaron acabar con toda
cultura literaria y pretendieron imponer una cultura y, por supuesto,
una literatura dirigida, institucionalizada, única. A los fusilados, a
los presos y a los desterrados se les ignoró durante casi cuarenta años
y su lugar fue ocupado por los escritores vencedores. Pero, durante
esos cuarenta años, dos generaciones, aunque no lograron
acabar con la memoria, sí lograron empobrecer intelectualmente al
pueblo, al público lector. De los vencedores que publicaron durante la
tiranía, sólo unos pocos han logrado permanecer. De aquel tiempo, lo
verdaderamente importante surgió de la “generación de los que no fueron
a la guerra”, niños o ni siquiera nacidos cuando estalló el conflicto y
que, por encima de censuras y otras dificultades, lograron hacer una
obra acorde con los tiempos.
Y llega la transición, momento en que confluyen en España varios tipos
de libertades, respecto a cuya incidencia en la vida del país conviene
hacer algunas precisiones. Se estrena la libertad de pensamiento, pero
también la económica. Se puede pensar libremente y expresar lo que se
piensa; pero también se puede operar económicamente con entera
libertad: es el momento de los pactos económicos, de las
concentraciones, de los monopolios. Yendo al terreno que nos interesa,
digamos que el capitalismo español, en el momento de la transición,
supo hacerse con el poder editorial. Y no sólo se concentraron las
editoriales, sino también los periódicos, las emisoras de radio y de
televisión. Por ende, no sólo se concentró en unas pocas manos el poder
editorial, sino el aún más importante de la distribución. De este modo,
el de la cultura pasó a ser no ya un negocio puramente ideológico, sino
también económico. Por eso surgió la expresión “industrial cultural”,
formada por dos palabras que, naturalmente, no deberían poder ir nunca
unidas, pues la industria puede ser parte de la cultura de un pueblo,
pero la cultura nunca puede ser adjetivo de la industria.
Si la industrial cultural domina las editoriales, los periódicos, las
radios y las televisiones, ¿cómo no iba a dominar la crítica? O, en
otras palabras: ¿es posible la existencia de una crítica independiente?
Es posible, claro está, a condición de estar fuera de los
circuitos comerciales, o sea, a condición de no pertenecer a ninguna
empresa de la industria cultural, como es el caso de La Fiera Literaria
y alguna otras publicaciones que, por lo mismo, se mantienen en la
periferia y son minoritarias, que es el precio que pagan por ser
independientes.
La industria cultural no permite la existencia de una crítica libre,
porque no puede aceptar que se critiquen negativamente sus mercancías.
De ahí que los críticos de los periódicos y revistas pertenecientes a
las empresas que dominan la industria cultural tengan el rango de
colaboradores. Se solicita su colaboración y se les paga por ella. Pero
también, cuando conviene, se les despide; esto es, no se les vuelve a
solicitar su colaboración. La concentración cultural -de alguna manera
habrá que llamarla- acaba con todas las revistas en principio
independientes, mediante los suplementos literarios de sus periódicos y
de los programas “culturales” de sus televisiones. De lo que se trata
es de ocupar espacio, como igualmente hacen en las librerías.
Hoy día se publican miles de libros al año, pero sólo una pequeña parte
de los mismos alcanza el honor de una crítica, que, por lo demás, es
siempre laudatoria. Se ignoran no sólo libros, sino hasta colecciones
enteras, como es el caso de la de Ensayos, de Editorial Endymión, con
títulos realmente interesantes. El crítico, por llamarlo así, ha sido
transformado en un gacetillero, cuya misión consiste en alabar el
producto, lo que ha de hacer si quiere seguir conservando su puesto. A
veces, en La Fiera se han calificado a estos críticos de vendidos. En
realidad, no son vendidos, sino comprados. Cumplen su oficio y lo
cumplen bien. Lo que ocurre es que su oficio no es el de crítico.
Intentar acercarse a la literatura española del último cuarto del siglo
XX y primeros años del XXI, a través de las críticas publicadas, es
imposible, ya que lo comentado no tiene nada que ver con lo que se
llamaría “obra literaria”, sino con lo que de hecho es “mercancía
literaria”. Será necesario pues construir una sociología del consumo
y dejar aparte la Historia de la Literatura. De algo más que de
disparate crítico, de crimen de lesa cultura se puede calificar lo que
ha hecho un académico y profesor universitario, Francisco Rico,
intentando hacer historia literaria, en el tomo 9/1 de su Historia y
crítica de la literatura española, a partir de las gacetillas
publicadas, en los suplementos que atienden las obras que en ellos se
anuncian, por críticos a su servicio y al servicio de las editoriales.
La concentración editorial, que abarca desde la edición hasta la
distribución y, a veces, hasta las librerías tiende a ocupar todo el
espacio cultural. De ahí que influya y sea determinante en la elección
de académicos, nombramientros, constitución de tribunales, convocatoria
y otorgamiento de premios literarios, etc. No es fácil señalar los
límites de este poder económicocultural. Lo que sí se puede decir es
que, en cosa de veinte años de poder omnímodo, ha podrido toda la base
cultural española, alzando a los que convenía que estuviesen arriba,
abajando a los de pensamiento libre, etc., etc. El resultado es la
imbecilidad colectiva, la incultura de un pueblo entero, que soporta la
televisión más basura de Europa, que no digiere otro tipo de novela que
la que a ella se aproxima, que no se inquieta ante la desaparición del
teatro, que consume, en fin, lo que se le ordena consumir. Expresado de
otro modo: la falta de crítica cultural ha creado a un pueblo acrítico,
sin gusto, maleducado y paciente.
Se admite que España atraviesa uno de sus peores, si no el peor,
momentos culturales de su historia, pero no se señala la causa de
semejante desgracia. Todos dicen no creer en los premios, pero compran
la obra “premiada”. “¿Cómo es posible, me preguntaba un crítico
francés, que una editorial premie una obra que ella publica?”
Vivimos en España en plena aculturación dirigida por la concentración
económico- cultural, y también por la derecha española de siempre,
desentendida de la cultura (aunque hay que decir que la izquierda,
cuando estuvo en el poder, tampoco supo oponerse a la aculturación).
Ante el desastre colectivo, ante la incomprensión del ya ignaro pueblo
español, sólo queda la labor independiente de la crítica libre. Por
eso, La Fiera Literaria constituirá en el futuro un documento
importantísimo. Vendrán años en los que los historiadores tendrán que
calibrar y, en el momento de las interpretaciones, escoger y, por
seguir con el ejemplo citado, preguntarse: ¿quién tiene razón?, ¿cuál
es el testimonio fiable?, ¿la colección completa de La Fiera Literaria
o el tomo 9/1 de la Historia del señor Rico?
Juan Risaco
Condobrín
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